San Teófilo de Antioquía por Ermes Dovico

San Antonio María Gianelli

Fundador de las Hijas de María Santísima del Huerto, fue un admirable ejemplo de sacerdote y de obispo animado de un gran amor por el prójimo, y consciente de la urgencia de promover una adecuada formación cristiana

Santo del día 07_06_2023 Italiano English

Nació y creció en una época de acelerada secularización, entre la Revolución francesa y el Resurgimiento. San Antonio María Gianelli (1789-1846), fundador de las Hijas de María Santísima del Huerto, fue un admirable ejemplo de sacerdote y de obispo animado de un gran amor por el prójimo, y consciente de la urgencia de promover una adecuada formación cristiana, con el objetivo de la salvación de las almas.

Sus padres eran humildes agricultores lígures, con seis hijos. Gracias a la bondad de la señora Nicoletta Assereto, propietaria de los terrenos donde el padre del santo trabajaba como aparcero, Antonio, de dieciocho años, pudo ir a estudiar al seminario de Génova. El joven estudió retórica, teología dogmática y moral. Además, por su propia cuenta, quiso profundizar el estudio de la sagrada liturgia. Se dedicó a la predicación y la enseñanza, escribiendo también un manual de buenos modales para los seminaristas.

Sus virtudes no pasaron inobservadas. El 21 de junio de 1826, el arzobispo de Génova Luigi Lambruschini le nombró arcipreste de la iglesia de San Juan Bautista, en Chiavari, y en la carta enviada a los fieles escribió: “Os envío la más hermosa flor de mi jardín”. Al mismo tiempo le nombró vicario de un área con 110 parroquias, donde Antonio pudo ejercer todo su celo apostólico. Reformó los seminarios y fundó numerosas academias para la profundización de las Sagradas Escrituras. Privilegió el estudio de santo Tomás de Aquino para la teología dogmática y de san Alfonso María de Ligorio para la moral. En 1827 se rodeó de jóvenes sacerdotes - puestos bajo la protección del gran santo napolitano, llamados, por eso, Ligorianos - y les orientó a las misiones rurales, para que la fe creciera entre los habitantes del campo. Dos años más tarde nacieron las Hijas de María Santísima del Huerto, hoy llamadas comúnmente Gianellinas, que se dedicaron a la educación cristiana de las muchachas abandonadas y a la asistencia de los enfermos.

Se dedicaba a estas obras de caridad, conduciendo al mismo tiempo una vida de mortificación y oración. Usaba el cilicio, se flagelaba a menudo, adoraba el Santísimo Sacramento y nutría un amor filial por la Santísima Virgen. Su confianza en la Providencia era contagiosa. El 25 de agosto de 1835, mientras también en Liguria arreciaba el cólera, Antonio guio una procesión penitencial con el Cristo Negro, un crucifijo medieval de madera, para pedir a Dios que librara Chiavari de la epidemia. Siete mil fieles, entonando himnos sagrados y oraciones, siguieron al sacerdote hasta la Virgen del Huerto. Y mientras el hombre de Dios predicaba ante el santuario, una multitud de golondrinas daba vueltas alrededor del Cristo Negro. El crucifijo permaneció expuesto a la veneración de los fieles durante ochenta días, al término de los cuales el santo organizó una segunda procesión para agradecer al Señor que hubiera preservado la ciudad del contagio.

En 1838 fue nombrado obispo de Bobbio, sede de la célebre abadía fundada en el 614 por el irlandés san Columbano, del que Antonio escribió una Vida. En esta diócesis continuó su obra reformadora, destituyendo a los eclesiásticos indignos y promoviendo la enseñanza del Catecismo. Entre sus alumnos tuvo al célebre filósofo y sacerdote Cristoforo Bonavino (1821-1895), que le procuró un gran dolor por su rechazo de la doctrina católica: “Si continúa de esta manera, no podrá sino procurar graves disgustos a la Iglesia, y Dios quiera que no sea apóstata”, le amonestó el santo. Después de la muerte de Gianelli, Bonavino fue suspendido a divinis y entró en la Masonería. El filósofo volvió al seno de la Iglesia seis años antes de morir, agradeciendo a la Virgen que le hubiera salvado de la condenación eterna y diciendo de su antiguo maestro: “Puede decirse que su vida fue un acto continuo y perpetuo de fe, de esperanza y de caridad hacia el prójimo. Todas sus acciones, como todas sus palabras, todos sus pensamientos, como todos su afectos, tenían un único y mismo principio, un único y mismo fin: la gloria de Dios y la salvación de las almas”.