Santísima Trinidad
Fides omnium christianorum in Trinitate consistit, «la fe de todos los cristianos se fundamenta en la Trinidad», enseñaba san Agustín sobre el misterio más grande que pueda existir
Fides omnium christianorum in Trinitate consistit, «la fe de todos los cristianos se fundamenta en la Trinidad», enseñaba san Agustín sobre el misterio más grande que pueda existir. Un misterio que profesamos cada vez que hacemos la señal de la cruz y que está contenido en la fórmula del Bautismo que el mismo Jesús transmitió a los apóstoles con un mandamiento solemne: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). El término «Trinidad» para expresar la unión de las tres Personas divinas aparece por primera vez en los escritos de san Teófilo de Antioquía (c. 120-185) y después en los de Tertuliano. Pero el que más esfuerzos hizo para profundizar en el misterio trinitario entre los autores de los primeros siglos de la cristiandad fue san Agustín (354-430).
La tradición, que una vasta iconografía retoma, cuenta que mientras Agustín paseaba por la orilla del Lacio, meditando sobre la Trinidad, vio un niño que tomaba agua del mar con la mano y la echaba en un pequeño agujero en la playa. Cuando le preguntó el porqué de esa acción tan extraña, el niño le dijo que quería poner todo el mar en el agujero. «¡Pero eso es imposible!», le dijo Agustín, a lo que el niño respondió: «Es más fácil para mí conseguir echar todo el agua del mar en este pequeño agujero, que para ti explicar el inescrutable misterio de la Santísima Trinidad». Dicho esto, el ángel desapareció.
En su obra maestra sobre la doctrina trinitaria, el De Trinitate, Agustín, para definir la relación de amor interna al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, escribió: «Y he aquí por qué no existen más de tres personas. Una que ama al que procede de ella, otra que ama a aquel de quien procede, y el amor» (De Trinitate, libro VIII, cap. 5,7). Añadiendo después: «Aquí tenemos tres cosas: el amante, el amado y el amor» (De Trinitate, libro VIII, cap. 10,14). En otro escrito suyo, el obispo de Hipona usa otra imagen muy hermosa, en ese caso dirigida a cada alma y a la opción que determinará su suerte eterna: «Cada cual es según es su amor. ¿Amas la tierra? Eres tierra. ¿Amas a Dios? ¿Qué puedo decir? ¿Que serás Dios? No me atrevo a decirlo por mi propia autoridad. Escuchemos las Escrituras: Yo dije: dioses sois e hijos del Altísimo todos [cfr. Sal 81,6; Jn 10,34]. Por tanto, si queréis ser dioses e hijos del Altísimo, no améis el mundo ni lo que hay en el mundo» (Homilías sobre la primera carta de san Juan a los partos, Homilía 2, 14).
Antes y después de la obra del obispo de Hipona, la Iglesia ha buscado siempre formular de la manera más clara posible su fe trinitaria, tanto para defenderla de las herejías (que no son ciertamente opiniones inocuas, sino engaños que minan en la raíz la posibilidad misma de un recto conocimiento de Dios por parte del hombre, poniendo con ello en peligro la salvación y corriendo el riesgo de alejarle de Él) como para llegar a una mejor inteligencia de la Santísima Trinidad, el fin para el que hemos sido creados. No es casualidad que los primeros cuatro concilios ecuménicos (Nicea en 325, Constantinopla en 381, Éfeso en 431, Calcedonia en 451) son puntos firmes de la verdadera fe, de la que el Credo es una magnífica síntesis.
Ya en el Antiguo Testamento se pueden ver huellas de la naturaleza trinitaria de Dios. Un ejemplo es la extraordinaria manifestación divina a Abrahán en la encina de Mambré (Génesis 18), donde se tiene la primera imagen de Dios Uno y Trino. Pero sólo con la venida de Cristo entre los hombres en la plenitud de los tiempos y Pentecostés, los fieles comenzarán a tener acceso a este misterio. Explica el Catecismo: «La intimidad de su Ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y el envío del Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 237).
Por este motivo la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad el primer domingo después de Pentecostés (fue Juan XXII, en 1334, quien extendió la fiesta litúrgica a toda la Iglesia), punto de inicio de su misión salvífica entre los pueblos. Una misión que debe conducir el hombre a Dios, amor y Verdad, nuestro principio y nuestro fin, que hacía que Santa Catalina de Siena dijera: «Tú, Trinidad eterna, eres un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco. Eres insaciable, pues llenándose el alma en tu abismo, no se sacia, porque siempre queda hambre de ti, Trinidad eterna» (Santa Catalina de Siena, Acción de gracias a la Santísima Trinidad, Oficio de Lecturas de su fiesta, 29 de abril).
Para saber más:
Catecismo de la Iglesia Católica, números 232-267