San Juan Evangelista por Ermes Dovico

Santa Clara de Asís

Deseosa de conformarse a Nuestro Señor, se llenaba de ternura y asombro al meditar sobre los misterios de la Encarnación y su santa Pasión. Quería despojarse de todo lo mundano, de todo deseo que pudiera alejarla de Él

Santo del día 11_08_2024 Italiano English

Antes de seguir el ejemplo de san Francisco y continuar su obra en la rama femenina, fundando las Clarisas, santa Clara de Asís (1193-1253) pudo pedir en la oración y meditar en su corazón la llamada de Dios. Cuando el Pobrecillo de Asís se despojó públicamente de su ropa para devolvérsela a su padre, renunciando a cualquier bien terrenal para seguir a Cristo, Clara tenía tan solo 12 años.

Educada en las virtudes cristianas, siendo ya una mujer joven de unos 18 años, en la noche entre el Domingo de Ramos y el Lunes Santo de 1211 (o 1212), huyó del cómodo hogar paterno para llegar a la iglesia de la Porciúncula. Francisco la estaba esperando, le cortó el hermoso cabello y la vistió con ásperas vestiduras, un signo del comienzo de una nueva vida, llena de penitencia y contemplación.

Muchos años después, al inicio de su Testamento, la santa escribió: «En el nombre del Señor. Amén. Entre los otros beneficios que hemos recibido y recibimos cada día de nuestro espléndido benefactor, el Padre de las misericordias, y por los que más debemos dar gracias al Padre glorioso de Cristo, está el de nuestra vocación, por la que, cuanto más perfecta y mayor es, más y más deudoras le somos. Por lo cual dice el Apóstol: Reconoce tu vocación». Ella, su vocación, la había conocido y abrazado por completo, habiendo superado las primeras resistencias de su padre y otros miembros de la familia. Después de que Francisco se la hubiera confiado a las benedictinas por un corto tiempo, Clara se instaló en el pequeño monasterio anexo a la iglesia de San Damián. Su hermana Agnes se unió a ella (luego la imitó otra hermana, Beatriz, y su madre), junto con otras mujeres jóvenes que querían experimentar radicalmente la humildad y la pobreza evangélica. Estos fueron los comienzos de las Hermanas Pobres o Damianitas, que después de la muerte de la fundadora se llamaron Clarisas.

Fue san Francisco († 1226) quien le transmitió las primeras normas simples de la vida común a Clara y sus hermanas, como recordará la santa décadas después en el corazón de su Regla, la primera redactada por una mujer. «Y el bienaventurado Padre, considerando que no teníamos miedo a ninguna pobreza, trabajo, tribulación, menosprecio y desprecio del siglo, antes al contrario, que los teníamos por grandes delicias, movido a piedad, escribió para nosotras una forma de vida en estos términos: Ya que por divina inspiración os habéis hecho hijas y siervas del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo tener siempre, por mí mismo y por mis hermanos, un cuidado amoroso y una solicitud especial de vosotras como de ellos».

Clara pasó los últimos cuarenta años de su vida terrenal dentro de los muros de San Damián, imitando a María como una forma segura de pertenecer totalmente a Jesús, por lo que instó a sus hermanas a que se confiaran a la Virgen. Clara sabía bien que Dios obra en la historia. Su fe firme, junto con su amor por el Santísimo Sacramento, consiguió la liberación de las tropas enemigas de la ciudad de Asís y de su monasterio, la supresión de la amenaza sarracena en el famoso episodio en el que Clara, ya enferma, sostuvo la custodia con la Eucaristía, cegando a los invasores con una luz muy fuerte y obligándolos a huir. «¡Siempre te protegeré!», había escuchado decir a Jesús después de pedirle que protegiera a sus monjas.

Deseosa de conformarse a Nuestro Señor, se llenaba de ternura y asombro al meditar sobre los misterios de la Encarnación y su santa Pasión. Quería despojarse de todo lo mundano, de todo deseo que pudiera alejarla de Él. Manteniendo siempre una obediencia filial a la Iglesia, obstinadamente pidió y defendió el privilegio de la pobreza («no recibiendo o teniendo posesión o propiedad por sí mismas ni por interpuesta persona, ni tampoco nada que pueda razonablemente llamarse propiedad, a no ser aquel tanto de tierra que necesariamente se requiere»), que logró incluir en la Regla. Esta recibió la confirmación pontificia dos días antes de la muerte de Clara, con la bula Solet Annuere de Inocencio IV (9 de agosto de 1253). El papa fue a visitarla un poco antes en San Damián y, al pedirle la santa que le perdonara sus pecados, el papa respondió: «¡Hija mía, que el cielo quiera que me sienta tan necesitado de perdón como tú!».

La santa, que se llamaba así misma «indigna sierva de Cristo y sierva de las Mujeres Pobres», volvió al Padre el 11 de agosto después de una larga enfermedad. En los últimos momentos de su vida exclamó: «¡Bendito seas, oh Señor, porque me creaste!».

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