San Francisco de Asís
En los pobres veía al Señor sufriente, pero para él la verdadera pobreza era el no conocer a Dios, por la falta de adoración a su Cuerpo y a su Sangre
A años luz de la figura insípida y reducida con que la ecología y el pacifismo le han ceñido, san Francisco de Asís (1181-1226) ha sido un testimonio radical del Evangelio, poniendo el amor a Dios en primer lugar, para así poder hacerse prójimo de todos los hombres en sus necesidades materiales y espirituales. Después de una juventud llena de bienestar, el año que pasó en la cárcel marcó el comienzo de un camino de conversión. La oración, las revelaciones nocturnas, los primeros gestos de donación gratuita hacia los mendigos y los leprosos, hicieron el resto. Todo culminó en el episodio ocurrido en la iglesia de San Damián, donde le habló el Crucificado: «¡Francisco, vete y repara mi casa, que, como ves, está a punto de arruinarse toda ella!».
Francisco se esforzó por reparar la pequeña capilla, pero luego, al escuchar un pasaje del Evangelio sobre la misión de los apóstoles (Mt 10, 9-10), comprendió que Cristo lo llamaba a renovar toda la Iglesia. El joven, que ya había sido protegido por el obispo cuando renunció a sus bienes paternos, dedicó todas sus fuerzas a la misión a la que Dios lo había llamado. Lo hizo siempre en obediencia a la Iglesia, que en esos años luchaba contra la herejía cátara y era contestada por movimientos pauperistas que no reconocían su autoridad de origen divino. Además, al mismo tiempo, recordó que toda persona debía estar bajo la ley de Dios: «Y ningún hombre esté obligado por obediencia a obedecer a nadie en aquello en que se comete delito o pecado» (Carta a los fieles, segunda reseña).
En los pobres veía al Señor sufriente, pero para él la verdadera pobreza era el no conocer a Dios, por la falta de adoración a su Cuerpo y a su Sangre: «Sean preciosos los cálices, corporales, ornamentos del altar y todo lo que sirve para el sacrificio. Y donde se encuentre colocado y abandonado indebidamente el santísimo cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, retírese de allí y póngase y custódiese en sitio precioso». Lo mismo recomendaba para la Sagrada Escritura. Nunca dejó de anunciar la verdad de Cristo. De esto se dio también cuenta el sultán, a quien Francisco se le presentó indefenso y le explicó que los cruzados (en contra de lo que sostiene la opinión moderna anticristiana) lucharon de acuerdo con la justicia contra los musulmanes por la liberación de los lugares santos de Palestina. El sultán no llegó a convertirse, pero quedó admirado.
Libre de compromisos con el mundo, hoy el santo patrón de Italia seguramente no sería de agrado al laicismo dominante, que pretende expulsar a Dios de la dimensión pública. Advirtió a los gobernantes: «Tributad al Señor tanto honor en el pueblo a vosotros encomendado […]. Y sabed que, si no hacéis esto, tendréis que rendir cuenta el día del juicio ante vuestro Señor Dios Jesucristo». Invitó a los sacerdotes a recordar al pueblo que hiciera penitencia, advirtió sobre los dolores del Purgatorio y la eternidad del Infierno, y llamó «prisioneros del diablo» a los pecadores obstinados. Dos años antes de su muerte recibió los estigmas. Esto fue el sello de una vida vivida en el amor de Cristo y para la salvación de las almas, como él mismo recordó a los presentes cuando obtuvo la indulgencia de la Porciúncula: «¡Quiero enviaros a todos al Paraíso!».
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