Santísimo Nombre de Jesús
La sacralidad que rodea en todo el Nuevo Testamento el nombre de Jesús, «Dios salva», se inserta en la revelación progresiva de Dios a Israel, que se despliega a lo largo de todo el AT, en el cual el nombre ocupa un lugar central, como si fuera el corazón de la pedagogia divina para darse a conocer rectamente a los hombres y llevarlos a Él
«Y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré». Las palabras de Nuestro Señor en el evangelio de Juan nos recuerdan la importancia de la memoria del Santísimo Nombre de Jesús, venerado desde los primeros siglos del cristianismo, como atestiguan los distintos cristogramas (combinaciones de letras del alfabeto griego o latino para representar, de manera abreviada, el nombre de Cristo) del arte paleocristiano, si bien su culto litúrgico se arraigará sólo entre los siglos XV y XVI.
La sacralidad que rodea en todo el Nuevo Testamento el nombre de Jesús, «Dios salva», que le impusieron María y José siguiendo lo que les había dicho el ángel, se inserta en la revelación progresiva de Dios a Israel, que se despliega a lo largo de todo el Antiguo Testamento, en el cual el nombre ocupa un lugar central, como si fuera el corazón de la pedagogia divina para darse a conocer rectamente a los hombres y llevarlos a Él. En la teofanía de la zarza ardiente (Es 3, 1-15), el Dios escondido del Antiguo Testamento se revela como «Yo Soy el que Soy», respondiendo así a la pregunta de Moisés, que le pregunta qué nombre tiene que decir a los israelitas para que le obedezcan y, así, liberarlos de la esclavitud de Egipto. Ese nombre -incluido en el tetragrámaton sagrado YHWH, que muchos judíos no pronuncian y traducen con el título de Señor (Adonai)- expresa que «Dios es la plenitud del Ser y de toda perfección, sin origen y sin fin» (CIC 213) y, también, la fidelidad de su promesa, que se cumplirá en Jesus Crucificado y que está presente en la profecía pronunciada antes de la Pasión: «Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que “Yo soy”» (Jn 8, 28).
El misterio vinculado al nombre divino, que ya en el Antiguo Testamento era fuente y objeto de bendiciones, es revelado por tanto en el nombre de Jesús, «Dios salva», el Dios con nosotros (el Emanuel profetizado por Isaías) nacido de la Virgen, el Dios encarnado que se da a conocer a los hombres y manifiesta hasta la cruz el verdadero plan salvífico: la liberación de la esclavitud del pecado. El Nuevo Testamento está lleno de pasajes en los que la invocación con fe del nombre de Jesús es fuente de salvación, remisión de los pecados y vida eterna. En su nombre, los demonios son expulsados, los enfermos curados y se realizan prodigios. En su nombre, por poner un sólo ejemplo, Pedro, después de la Ascensión, obra el clamoroso milagro de la curación del mendigo a la puerta del templo llamada «Hermosa», un lisiado de nacimiento, conocido en toda Jerusalén; este hecho hace que los miembros del sanedrín que persiguen a la Iglesia digan: «Es evidente que todo Jerusalén conoce el milagro realizado por ellos, no podemos negarlo». Todo este suceso, al que san Lucas dedica casi dos capítulos enteros de los Hechos (Hch 3 y 4), había tenido inicio con estas palabras de Pedro: «En nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda».
El culto del Santísimo Nombre de Jesús asumió relevancia litúrgica gracias, sobre todo, a san Bernardino de Siena (1380-1444), según el cual dicha devoción era fundamental para la renovación de la Iglesia, ya que el nombre del Salvador evoca cada aspecto de Su vida. Gracias a él, el cristograma JHS (o IHS), formado con las dos primeras letras y la última del nombre de Jesús en griego, entró en la iconografía común y pasó a ser familiar para los fieles, a los que invitaba a besar una pequeña tabla de madera en la que estaba grabada la sagrada inscripción, como para dar cuerpo e imprimir en la memoria sus predicaciones. El propio Bernardino dibujó el símbolo con un sol sobre fondo azul y doce rayos, en el cual está grabado el trigrama JHS. El significado de los rayos estaba expresado en una letanía: I Refugio de los penitentes; II Insignia de los combatientes; III Medicina de los enfermos; IV Alivio de los que sufren; V Honor de los creyentes; VI Esplendor de los que evangelizan; VII Recompensa de los que obran; VIII Auxilio de los débiles; IX Suspiro de los que meditan; X Ayuda de los que suplican; XI Debilidad de los contemplativos; XII Gloria de los triunfantes.
Bernardino recibió el apoyo de otros franciscanos, entre los cuales san Juan de Capistrano (1386-1456), que defendió de algunas críticas el simbolismo solar, explicando que este está arraigado en el Antiguo Testamento, como en el libro del profeta Malaquías, el último de esta parte de la Biblia: «Os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su sombra». Martín V se convenció, aprobó el símbolo y pidió que se añadiera una cruz a la altura de la H; Clemente VII autorizó en 1530 a la Orden franciscana que recitara el Oficio del Santísimo Nombre de Jesús y, unos años más tarde, la recién nacida Compañía de Jesús contribuyó a propagar su devoción y asumió como emblema una variación del símbolo, al que añadió tres clavos. En 1721, cuando ya se había difundido la celebración en más regiones, Inocencio XIII la extendió a toda la Iglesia, hasta el Comentario a la reforma posconciliar que, durante tres decenios, hizo que se excluyera la fiesta del Calendario Romano General (pero no del año litúrgico, permanecido en los calendarios particulares), hasta que fue definitivamente introducida de nuevo en 2002, con Juan Pablo II.
Para saber más:
Catecismo de la Iglesia Católica, Dios revela su nombre (puntos 203-213)