Santa Margarita Ward
Llamada «la perla de Tyburn», custodió la fe católica como su tesoro más valioso. Sufrió el martirio cerca de la actual Marble Arch, durante las persecuciones de Isabel I Tudor
Santa Margarita Ward (c. 1550 - 1588), llamada «la perla de Tyburn», custodió la fe católica como su tesoro más valioso. Sufrió el martirio durante las persecuciones de Isabel I Tudor, hija del cismático Enrique VIII. Forma parte del grupo de los «Cuarenta santos mártires de Inglaterra y Gales», religiosos y laicos, hombres y mujeres de diversa extracción social que amaron a Cristo más que a sus vidas y que nacieron al Cielo en fechas y épocas distintas (entre el 1535 y el 1679, a partir de los protomártires bajo Enrique VIII): Pablo VI los canonizó todos juntos el 25 de octubre de 1970. Hay que añadir que este grupo de mártires es solo una pequeña parte de los santos y beatos asesinados en odium fidei tras el Cisma Anglicano.
Margarita nació en Congleton en una distinguida familia inglesa. De casada vivió en Londres, donde era dama de compañía de una señora de la alta nobleza. Supo del duro maltrato al que era sometido el padre Watson, prisionero en la cárcel de Bridewell, cerca del Támesis. Agotado por las torturas, el sacerdote en un determinado momento cedió y aceptó participar en una función religiosa protestante para obtener la liberación. Pero después se arrepintió, profesando de nuevo la fe católica, por lo que fue nuevamente encarcelado. Margarita lo visitó en la cárcel en varias ocasiones para llevarle consuelo. Un día escondió una cuerda dentro de una pequeña cesta y se la entregó al prisionero. En la precipitada fuga, el padre Watson fue herido y dejó la cuerda colgando fuera de la ventana. Mientras tanto, el barquero con el que Margarita había hecho un trato se negó a llevar al fugitivo.
Angustiada, Margarita consiguió encontrar otro barquero, el beato irlandés Juan Roche, que intercambió sus vestidos con el sacerdote y acabó siendo capturado en su lugar. Margarita fue arrestada mientras intentaba cambiar de escondite. Durante el interrogatorio la torturaron. La encadenaron, suspendida en el aire por las muñecas, y la flagelaron, pero no reveló el escondite del padre Watson. Ocho días después fue juzgada. En el juicio dijo que no podía arrepentirse de «haber liberado a ese cordero inocente de las manos de estos lobos sanguinarios». Se le ofreció la posibilidad de salvarse a condición de que tomara parte en una función religiosa anglicana y solicitara a la reina la gracia: respondió que su conciencia no le permitía actuar contra su fe y añadió que si le fuera posible habría entregado no una, sino muchas vidas, antes que renegar de Dios y del santo credo católico.
El 30 de agosto de 1588, Margarita fue conducida al patíbulo de Tyburn, cerca de la actual Marble Arch, y ahorcada. Ese mismo día sufrieron el martirio los ingleses Ricardo Leigh (sacerdote), Eduardo Shelley y Ricardo Martin, el galés Ricardo Lloyd y el ya citado Juan Roche, el primer condenado en virtud de su ministerio sacerdotal, mientras que todos los otros lo fueron por haber ayudado a sacerdotes.
Margarita y sus cinco compañeros de martirio pertenecen a distintos grupos de mártires, pero a todos ellos se les pueden aplicar las palabras que pronunció Pablo VI en la homilía de la canonización anteriormente citada (25 de octubre de 1970): «Ante la elección de permanecer firmes en su fe y, por tanto, morir por ella, o de salvar la vida renegando de ella, sin dudarlo y con una fuerza realmente sobrenatural, se pusieron de la parte de Dios y, con gozo, afrontaron el martirio. Tan grande era su espíritu, tan nobles sus sentimientos, tan cristiana la inspiración de su existencia, que muchos de ellos murieron rezando por su amada patria, por el rey o la reina e, incluso, por quienes habían sido los directos responsables de su captura y de sus torturas […]. La Iglesia y el mundo de hoy necesitan de verdad hombres y mujeres como estos, de toda condición y estado de vida, sacerdotes, religiosos y laicos, porque solo personas de esta estatura y santidad serán capaces de cambiar nuestro mundo atormentado devolviéndole, además de la paz, esa orientación espiritual y verdaderamente cristiana que cada hombre, en lo más íntimo de su ser, anhela».