San Policarpo
Fue discípulo de san Juan Evangelista, que lo consagró obispo de Esmirna. Se le tenía en gran estima por su doctrina teológica y fue maestro de san Ireneo de Lyon, también él nativo de Esmirna
San Policarpo (c. 69-155), uno de los Padres de la Iglesia, tuvo la gracia de ser testigo directo de los carismas de los apóstoles y fue discípulo de san Juan Evangelista, que lo consagró obispo de Esmirna. Se le tenía en gran estima por su doctrina teológica y fue maestro de san Ireneo de Lyon (hacia 130-202), también él nativo de Esmirna. Además de la relación privilegiada con san Juan - que convirtió a Policarpo alrededor del año 80, cuando era apenas un muchacho -, Ireneo nos relata que su maestro «frecuentó a muchos de los que vieron al Señor» y siempre enseñó lo que había aprendido de los apóstoles y de las Sagradas Escrituras. Sólo nos han llegado algunos de sus numerosos escritos, entre ellos la Epístola de Policarpo a los filipenses, en la que se transparenta su profunda fe y humildad. Se trata de un documento de gran valor sobre la Iglesia primitiva, lleno de citas de las Escrituras y de exhortaciones a los jóvenes, las mujeres, las vírgenes, los diáconos, los presbíteros y todos los fieles, a los que invita a perseverar en las virtudes y en la recta doctrina.
Fue amigo de san Ignacio de Antioquía, el gran obispo y mártir que, durante su viaje escoltado a Roma (donde fue despedazado por las bestias), se detuvo brevemente en Esmirna, donde le entregó a Policarpo varias de sus cartas, y le pidió que cuidara de los cristianos de Antioquía. Por la admiración de la que gozaba en todo el Oriente cristiano, Policarpo fue designado para ir a Roma y afrontar con el papa, san Aniceto, la cuestión relacionada con la fecha de la Pascua. No encontraron un acuerdo sobre este punto, pero como refiere Eusebio en su Historia Eclesiástica «se dieron la comunión el uno al otro» y se despidieron en paz. Antes de dejar Roma, Policarpo había llevado a la Iglesia a muchos cristianos que la habían abandonado a causa de Marción, el cual rechazaba el Antiguo Testamento y buena parte del Nuevo (prácticamente todos los pasajes que estaban en desacuerdo con sus ideas) y sostenía la herejía docetista, que negaba los sufrimientos de Jesús en la carne. Un día, Marción se le acercó y le dijo: «¡Reconócenos!». El santo respondió: «Reconozco, reconozco que eres el primogénito de Satanás».
Fue martirizado al poco de volver a Esmirna. Su martirio está relatado en el Martyrium Polycarpi, la primera obra cristiana del género, escrita poco después de los hechos, en el 155-156, bajo forma de carta de la Iglesia de Esmirna. Al intensificarse las persecuciones, los cristianos exhortaron al anciano obispo a abandonar la ciudad, pero él se negó. Cuando los soldados encontraron su escondite, Policarpo les salió al encuentro con serenidad, les ofreció de comer y de beber y les pidió que le concedieran sólo una hora para rezar; los soldados se asombraron, preguntándose por qué las autoridades querían capturar a ese hombre santo. Rezó con tanto amor que «durante dos horas no pudieron interrumpirle». Después lo llevaron ante un alto funcionario que intentó convencerlo para que ofreciera sacrificios al emperador. Ante su rechazo, le llevaron al estadio donde se llevaban a cabo los suplicios de los cristianos y entonces se oyó una voz desde el cielo: «Valor, Policarpo, sé fuerte». Nadie vio quién había hablado, pero «quienes de nosotros estaban presentes oyeron esa voz».
El procónsul Estacio Cuadrado le ofreció de nuevo que abjurara y le pidió que dijera «abajo los ateos», porque así eran considerados quienes no veneraban las divinidades paganas. Policarpo, que en cambio consideraba ateos a quienes no creían en Cristo, miró a la multitud de paganos, suspiró y, elevando los ojos al cielo, dijo: «Abajo los ateos». Cuando a continuación le invitaron a maldecir a Cristo, respondió: «Ochenta y seis años le he servido a Él, y Él nunca me ha hecho daño. ¿Cómo podré yo maldecir a mi Rey y mi Salvador?». De nada valieron las amenazas de echarle a las fieras y al fuego. El procónsul hizo que el heraldo gritara tres veces en medio del estadio: «Policarpo ha confesado que es cristiano». Entonces se preparó la hoguera, que aceptó con alegría, bendiciendo a Dios: «Señor […], te doy gracias por haberme considerado digno para este día y esta hora, de que pueda tener parte en Tu número de mártires, en la copa de Tu Cristo, para resurrección a la vida eterna, tanto de alma y cuerpo».
Cuando acabó su oración de alabanza encendieron el fuego y entonces, como relata la Epístola de la Iglesia de Esmirna, «vimos un prodigio, se nos concedió verlo. Hemos sobrevivido para narrar a los demás estos hechos». Las llamas crecieron alrededor del cuerpo del santo, pero no llegaron a tocarlo, y empezó a difundirse un olor a incienso. Al final, viendo que el fuego no lo quemaba, lo mataron con un golpe de daga. Policarpo se convirtió en el duodécimo cristiano en sufrir el martirio en Esmirna.
Para saber más:
Epístola de Policarpo a los filipenses (en italiano)