Natividad del Señor por Ermes Dovico

San Juan Evangelista

Es el autor del cuarto y último Evangelio, el más profundo en cuanto a reflexión teológica, con un prólogo que es un himno a la divinidad de Cristo, el Verbo que se hizo carne. Es autor de tres cartas canónicas dirigidas a la comunidad cristiana primitiva, en las que advierte sobre el pecado y el espíritu del Anticristo, que rechaza al Padre y al Hijo y "ya está en el mundo".

Santo del día 27_12_2019

Es una tarea ardua encontrar a alguien que haya ahondado en el misterio del Dios hecho hombre como san Juan Evangelista (10 - 104), “el discípulo al que Jesús amaba”, el más joven de los Doce y el que más tiempo vivió, señalado por la tradición cristiana como el teólogo por excelencia. A lo largo de los siglos fue representado con el símbolo del águila, precisamente porque él, que en la Última Cena había puesto su cabeza en el pecho del Señor para consolarle y saber quién le iba a traicionar, contempló la inmensidad de la Palabra divina y la trazó en sus escritos como ningún otro antes.

Es el autor del cuarto y último Evangelio, el más profundo en cuanto a reflexión teológica, con un prólogo que es un himno a la divinidad de Cristo, el Verbo que se hizo carne. Es autor de tres cartas canónicas dirigidas a la comunidad cristiana primitiva, en las que advierte sobre el pecado y el espíritu del Anticristo, que rechaza al Padre y al Hijo y “ya está en el mundo”. Es también autor del escrito que cierra el canon bíblico, el Apocalipsis o Libro de la Revelación, el más profético de todo el Nuevo Testamento y lleno de referencias a las profecías del Antiguo Testamento, en el que Juan comparte sus visiones de combate escatológico al final de los tiempos, con la gran señal de la Mujer vestida del sol (Apc 12, 1) que precederá el triunfo de Cristo y de los que han perseverado en Su nombre, renunciando a las seducciones de Satanás y obteniendo la recompensa eterna de habitar en la Jerusalén celestial.

Era un hombre contemplativo de carácter ardiente, como lo revela el apodo arameo que Jesús le dio a él y a su hermano Santiago: Boanèrghes, “hijos del trueno”. Los dos hijos de Zebedeo, antes de que conocieran al Señor y lo dejaran todo para seguirlo, eran pescadores con Pedro y Andrés. Juan y Andrés habían sido discípulos del Bautista hasta el día en que el Precursor, viendo pasar a Jesús, les llamó y exclamó: “¡He ahí el Cordero de Dios!”, y los dos, al oírle hablar así, fueron a seguir a Jesús, que se volvió y dijo: “¿Qué buscáis?”. Después de esa pregunta al corazón de la existencia de cada hombre, se detuvieron durante ese día con el Maestro que acababan de conocer. El hecho dio un vuelco a sus vidas hasta tal punto que Juan, escribiendo décadas más tarde, no sólo pensó que era apropiado relatar el encuentro sino que también recordó la hora: “Era alrededor de la hora décima”, es decir, las cuatro de la tarde.

Juan es uno de los apóstoles más íntimos de Jesús (con Santiago y Pedro) y está presente en los misterios más grandes de su vida, como en el episodio de la resurrección de la hija de Jairo, la transfiguración en el Tabor o la oración en Getsemaní. El día de la Resurrección de Cristo, él y Pedro fueron los primeros apóstoles, advertidos por una preocupada María Magdalena, los que corrieron hacia la tumba vacía. El evangelista “corrió por delante más rápido” y llegó antes que Pedro, pero entró sólo después de él: notando las vendas en el suelo y el sudario en una posición única, “vio y creyó”. Casi como si no quisiera dejar dudas sobre la voluntad del Señor de fundar la Iglesia sobre Pedro, ya explicitada en los sinópticos y especialmente en Mateo, fue el discípulo amado, ya anciano y con el Príncipe de los Apóstoles ya martirizado, quien informa del diálogo entre Cristo y Su vicario en el final del Evangelio, cuando Pedro, como reparando definitivamente la triple negación, respondió con una triple oferta de amor a Jesús resucitado, que le dijo tres veces: “Apacienta mis ovejas”.

Antes de ese momento habíamos encontrado a Juan al pie de la cruz, junto a María, en el momento solemne en que Jesús confió el discípulo a la Madre (“¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!”) y la Madre al discípulo (“¡Ahí tienes a tu madre!”), que “la acogió en su casa”. El Apóstol predilecto, junto con la Santísima Virgen y “llena de gracia”, es el signo de una predilección que tenía que continuar después del fin de la misión terrena de Jesús y extenderse a todo el género humano, confiado a la maternidad espiritual de María.

Después de Pentecostés y de los acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles, donde Juan es nombrado a menudo junto con Pedro en las fases más importantes de la Iglesia naciente, predicó en Asia Menor y en particular en Éfeso. Aquí, en el siglo pasado, las investigaciones arqueológicas, realizadas a raíz de las revelaciones de la beata Ana Catalina Emmerick, permitieron encontrar la humilde casa donde el apóstol vivió con María. Y aquí Juan -que fue tanto el más longevo como el único apóstol que no tuvo el título de mártir- murió a una edad muy tardía después de un exilio temporal en la isla de Patmos (a raíz de la persecución sufrida bajo Domiciano), donde escribió el Apocalipsis, el último libro en el que Cristo dice de sí mismo: “Yo soy el Alfa y la Omega”.

Patrón de: artistas, buenos amigos, escritores católicos, teólogos, tipógrafos, viudas