San Ignacio de Antioquía
En el viaje de deportación desde Antioquía a Roma, donde fue arrojado a las fieras durante las persecuciones de Trajano, escribió siete cartas. En ellas aparecen por primera vez los términos «cristianismo» e «Iglesia Católica», junto con una conciencia extraordinaria de la misión eclesial
«La obra no es ya de persuasión, sino que el cristianismo es una cosa de poder, siempre que sea aborrecido por el mundo» (Carta a los Romanos), escribía san Ignacio de Antioquía (c. 35-107), convertido por san Juan Evangelista y segundo sucesor de san Pedro en la guía de la Iglesia de Antioquía. La conversión había hecho que madurara en él un amor tan ardiente por Cristo, que acogió con gozo el martirio como medio para imitar su Pasión. Era consciente del valor salvífico de la profesión de fe y del sufrimiento ofrecido a Dios, porque «cuando sufra, entonces seré un hombre libre de Jesucristo, y seré levantado libre en Él» (Carta a los Romanos).
En el viaje de deportación desde Antioquía a Roma, donde fue arrojado a las fieras durante las persecuciones de Trajano, escribió siete cartas. En ellas aparecen por primera vez los términos «cristianismo» e «Iglesia Católica», junto con una conciencia extraordinaria de la misión eclesial. Se trata de cartas dirigidas a las Iglesias de Éfeso, Filadelfia, Magnesia, Esmirna, Trales, Roma y una personal al amigo y obispo san Policarpo, que forman parte del corpus de los escritos subapostólicos (es decir, de los sucesores de los apóstoles). Estas cartas muestran la fe que animaba a las primeras comunidades cristianas y hasta qué punto contrastaban el testimonio de su vida y la vida de los paganos. «Reconoced a los que tienen opiniones erradas con respecto a la gracia de Jesucristo que ha venido a vosotros, viendo cuán contrarios son a la voluntad de Dios: no se preocupan para nada de la caridad, no les importan ni la viuda, ni el huérfano, ni el atribulado, ni se preocupan de que uno esté en prisiones o libre, hambriento o sediento» (Carta a los de Esmirna).
Le gustaba llamarse «teóforo», y definía «necróforos» a los heréticos como los docetas, que negaban la naturaleza humana de Cristo y sus sufrimientos reales en la Cruz. Les recordaba que no sólo el Hijo de Dios ha sido clavado en la carne, sino también resucitado en la carne, mostrándose a los apóstoles que «al punto, lo tocaron y creyeron, adhiriéndose a la realidad de su carne y de su espíritu. Esta fe les hizo capaces de despreciar y vencer la misma muerte» (Carta a los de Esmirna). Y por eso - como los apóstoles - aceptó el martirio, hasta el punto que en una carta a los cristianos de Roma les rogò que no se esforzaran en impedirlo, sino que pidieran para él fuerza por dentro y por fuera «de modo que no sólo pueda decirlo, sino también desearlo; que pueda no sólo ser llamado cristiano, sino que lo sea de veras» (Carta a los Romanos).
Sus cartas también son dignas de nota porque por primera vez aparece la concepción tripartita del ministerio católico, organizado en diáconos, presbíteros y obispos, a los que animaba a seguir fieles a la Ley divina y a la Tradición apostólica. «Dondequiera que aparece el obispo, acuda allí el pueblo, así como dondequiera que esté Jesucristo, allí está la Iglesia Católica» (Carta a los de Esmirna).
Para saber más:
Cartas de san Ignacio de Antioquía
Audiencia general de Benedicto XVI sobre San Ignacio de Antioquía (14 de marzo de 2007)