San Gregorio VII
La extraordinaria personalidad de san Gregorio VII (c. 1015-1085), a cuyo nombre está vinculada la “Reforma Gregoriana”, emergió en ese período tan turbulento para el cristianismo que fue el siglo XI
La extraordinaria personalidad de san Gregorio VII (c. 1015-1085), a cuyo nombre está vinculada la “Reforma Gregoriana”, emergió en ese período tan turbulento para el cristianismo que fue el siglo XI. A la reforma se la llamó así porque Gregorio fue el mayor representante y defensor de la vasta obra de reformas ya iniciada por sus predecesores, que dio nueva savia a una Iglesia degradada por la inmoralidad generalizada del clero y las injerencias imperiales.
Nacido como Hildebrando de Soana, toscano de nacimiento, estudió siendo muy joven en Roma y, posteriormente, en la Abadía de Cluny, con un período de formación en Alemania en el medio. En esta fase, Hildebrando pudo conocer a los religiosos más activos en la promoción de la reforma de la Iglesia como, por ejemplo, Bruno de Toul. Bruno se convirtió en papa en el 1049 con el nombre de León IX (1002-1054) y se esforzó por defender el celibato eclesiástico y luchar contra la simonía.
Fue precisamente san León IX quien lo envió como legado papal a Francia, donde Hildebrando se encontró gestionando el caso de Berengario de Tours, que había creado un escándalo al cuestionar la presencia real de Jesús en la Eucaristía. La autoridad de Hildebrando en la vida de la Iglesia creció progresivamente. También colaboró con los sucesores de León IX, en una coyuntura histórica en la que existía el “Privilegio de Otón” (promulgado en el año 962), que requería el consentimiento del emperador para la elección del pontífice. Hildebrando era tan estimado en la Iglesia fiel a Cristo que los cardenales reformadores, en el lecho de muerte de Esteban IX, juraron que no elegirían a ningún papa hasta que Hildebrando regresara a Roma: posteriormente decidieron reunirse con él en Toscana, eligiendo juntos a Nicolás II (†1061). Fue este último, con la bula In nomine Domini (1059), quien puso fin al poder de intrusión del emperador en las elecciones papales, estableciendo la prerrogativa exclusiva de los cardenales en la elección del papa.
Hildebrando subió al trono pontificio en 1073 y continuó enérgicamente la reforma de la Iglesia. Actuó contra la simonía, el concubinato eclesiástico y otras inmoralidades que atenazaban al clero. De la rica correspondencia que se ha conservado (438 cartas), emerge todo su carisma. Así le escribía a San Hugo de Cluny: “Si con los ojos del espíritu miro hacia el oeste, sur o norte, apenas puedo encontrar obispos legítimos, por elección y por conducta de vida, que se dejen guiar... por el amor de Cristo y no por la ambición mundana”. En el año 1075 escribió el documento conocido como Dictatus Papae, una lista de 27 proposiciones en las que afirmaba que solo el pontífice puede, por derecho, ser llamado “universal”, porque la Iglesia fue fundada directamente por Dios; y solo el papa puede deponer y rehabilitar obispos, y hacer lo mismo con el emperador. Gregorio VII afirmaba, en resumen, que el poder espiritual del Papa es superior al poder temporal de cualquier soberano, porque cada sucesor de Pedro obra en la tierra como Vicario de Cristo.
Mientras tanto, Enrique IV (1050-1106) continuaba designando ilegítimamente a obispos en Alemania, agravando la confrontación que pasó a la historia como “la querella de las investiduras”. Gregorio excomulgó al soberano una primera vez. Este, al verse deslegitimado a los ojos de sus súbditos, se vio obligado a pedirle perdón al papa con la famosa penitencia de Canossa.
En los años sucesivos, Enrique IV se fortaleció, continuó sus intentos de hegemonía sobre la Iglesia, incluso eligió un antipapa y asedió Roma, obligando a Gregorio a pedir ayuda a los normandos de Roberto Guiscardo. Los normandos liberaron la Urbe de los invasores, pero terminaron saqueándola salvajemente, también a las iglesias. Era el año 1083. El papa se vio obligado a pasar la última parte de su vida en el exilio, en Salerno, donde está su tumba, en la que se encuentra esculpida la frase: “He amado la justicia y he odiado la iniquidad: por eso muero en el exilio”. En una carta a los monjes de Marsella, escribió palabras que suenan actuales: “Son raras las personas buenas que, incluso en tiempos de paz, son capaces de servir a Dios. Pero son muy raros aquellos que por Su amor no temen las persecuciones o están dispuestos a oponerse decisivamente a la enemigos de Dios. Por lo tanto, la religión cristiana, lamentablemente, casi ha desaparecido, mientras que la arrogancia de los impíos ha crecido”.
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