Natividad de la Bienaventurada Virgen María
La fiesta tiene origen en Oriente, cae exactamente nueve meses después de la Inmaculada Concepción. La fecha del 8 de septiembre se relaciona con la dedicación, en el siglo IV, de la actual iglesia de Santa Ana en Jerusalén
«Celebremos con alegría el Nacimiento de la Bienaventurada Virgen María: de ella salió el Sol de justicia, Cristo, nuestro Dios». La antífona litúrgica expresa perspicazmente el motivo de la fiesta de hoy, que celebra el misterio del Nacimiento de María Santísima, Madre del Salvador. La fiesta tiene origen en Oriente, cae exactamente nueve meses después de la Inmaculada Concepción y es común para católicos y ortodoxos. La fecha del 8 de septiembre se relaciona con la dedicación, en el siglo IV, de la actual iglesia de Santa Ana en Jerusalén (inicialmente dedicada a la gloriosa hija), al lado de la casa donde María vivió con sus padres. La celebración se extendió a Occidente durante el pontificado de san Sergio I (687-701), nacido en Palermo de padres sirios.
El nacimiento de María había sido preparado desde la eternidad. Dios preanunció el nacimiento de la «nueva Eva» inmediatamente después del pecado original, según las palabras que dirigió a la serpiente satánica: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón» (Gn 3,15). Por eso los antiguos Padres han llamado este texto «protoevangelio de la salvación», viendo en él tanto el anuncio de María como del fruto bendito de su seno, Jesús, el nuevo Adán, que se ha encarnado para la Redención del género humano. Aquí la Natividad de la Bienaventurada Virgen María adquiere su más alto significado: «Pero el verdadero significado y el fin de este evento es la encarnación del Verbo. De hecho, María nace, es amamantada y educada para ser la Madre del Rey de los siglos, de Dios», comentó san Andrés de Creta.
Se explica así el júbilo en los Cielos y la abundancia de gracias derramadas sobre la tierra por el nacimiento de María, un acontecimiento revelado en particulares excelsos a los grandes místicos, como la beata Ana Catalina Emmerick: «Vi entonces un resplandor celestial que llenó la habitación y que, moviéndose, condensábase en torno de Ana. Las mujeres cayeron como desvanecidas con el rostro pegado al suelo. La luz en torno de Ana tomó la forma de zarza que ardía junto a Moisés [...]. De pronto vi que Ana recibía en sus brazos a la pequeña María, luminosa, que envolvió en su manto, apretó contra su pecho y colocó sobre el escabel delante del relicario. […] Ana alzó a la niña en el aire como para ofrecerla. Vi entonces que la habitación se volvió a llenar de luces y oí a los ángeles que cantaban Gloria y Aleluya», se lee en su Vida de María.
El nacimiento de esa niña, hija de Israel, es el anillo de conjunción entre la Antigua y la Nueva Alianza, signo de que la promesa de salvación y el amor de Dios llega a todos los pueblos. No es casualidad que san Mateo inicie el primer Evangelio con la genealogía de Jesús, que culmina en este versículo: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16). La Sagrada Familia, que tiene a Dios en el centro, que descendió entre los hombres para elevarles a Él. A la luz de esto, san Pedro Damián hablará así de la Natividad de María: «Hoy es el día en que Dios comienza a poner en práctica su plan eterno, pues era necesario que se construyese la casa, antes que el Rey descendiese para habitarla. Casa hermosa, pues, si la Sabiduría construyó una casa con siete columnas trabajadas, este palacio de María está conectado a la tierra en los siete dones del Espíritu Santo. Salomón celebró de modo solemne la inauguración de un templo de piedra. ¿Cómo celebraremos el nacimiento de María, templo del Verbo encarnado?».