Los educadores tienen un modelo seguro: San José
También Jesús, por razón de la naturaleza humana unida a la naturaleza divina, necesitó ser educado. Bajo la dirección de María y José, el Hijo de Dios hecho hombre pudo crecer “en sabiduría, en edad y en gracia”. En particular, san José debió cumplir con los deberes propios del padre, como instruirlo en la Ley y en una profesión e insertarlo en la vida social. Así, él y la Virgen emergen como “modelos de todos los educadores” (san Juan Pablo II).
Hablando de la paternidad de san José, conviene volver a un aspecto hoy descuidado pero fundamental: la educación. En la sociedad hedonista en la que vivimos se está difundiendo un doble error (pero de la misma raíz cultural), que consiste por un lado en reclamar un “derecho al hijo” y, por otro, en no preocuparse por la educación de la prole. Este segundo error, a su vez, puede declinarse bien en un compromiso educativo completamente ausente o en una mala educación, no orientada a la voluntad divina.
El ejemplo del esposo de María, en cambio, nos sirve una vez más como estrella polar. «El Espíritu Santo honró a san José con el nombre de padre», como escribió Orígenes, porque educó a Jesús. Sus méritos son evidentes. Incluso en ausencia de la generación biológica, por la singularidad de Jesús, san José acogió a ese Hijo como un regalo. El glorioso patriarca, junto con María, también se aseguró de que su matrimonio alcanzara, en palabras de santo Tomás, «esa perfección que es relativa a la educación de la prole». De hecho, el Doctor Angelicus explicó que «la naturaleza no solo significa la generación de descendencia, sino su desarrollo y promoción hasta el perfecto estado del hombre». Por tanto, por descendencia «no sólo debe entenderse la procreación, sino también su educación, a la que se ordena toda la actividad mutua de marido y mujer...». ¿Y qué educación mejor que la del Hijo de Dios hecho hombre?
Los Evangelios no nos dicen mucho sobre la forma concreta en que María y José educaron a Jesús, pero nos informan que los dos esposos se encargaron de transmitir al Niño los ritos religiosos del pueblo elegido (la circuncisión, la presentación en el Templo, la celebración de la Pascua en Jerusalén...) y subrayan su pronta sumisión a sus padres. En particular, insistiendo en el papel de san José, la exhortación apostólica Redemptoris Custos recuerda: «El crecimiento de Jesús “en sabiduría, edad y gracia” (Lc 2, 52) se desarrolla en el ámbito de la Sagrada Familia, a la vista de José, que tenía la alta misión de “criarle”, esto es, alimentar, vestir e instruir a Jesús en la Ley y en un oficio, como corresponde a los deberes propios del padre».
La educación de Jesús fue necesaria para llevar a cabo el proyecto que el Padre eterno tenía para él y se basa en la convivencia de las dos naturalezas, la divina y obviamente la humana (que es el requisito previo para cualquier labor educativa), en la única Persona del Hijo de Dios.
El Catecismo dedica una sección específica a este fascinante tema (“El alma y el conocimiento humano de Cristo”, CIC 471-483). Por un lado, en virtud de la naturaleza divina, «el conocimiento humano de Cristo […] gozaba en plenitud de la ciencia de los designios eternos que había venido a revelar» (CIC 474). Al mismo tiempo, en el punto 472 enseña: «Esta alma humana que el Hijo de Dios asumió está dotada de un verdadero conocimiento humano. Como tal, éste no podía ser de por sí ilimitado: se desenvolvía en las condiciones históricas de su existencia en el espacio y en el tiempo. Por eso el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar “en sabiduría, en estatura y en gracia” (Lc 2, 52) e igualmente adquirir aquello que en la condición humana se adquiere de manera experimental (cf. Mc 6,38; 8,27; Jn 11,34; etc.). Eso correspondía a la realidad de su anonadamiento voluntario en “la condición de esclavo” (Flp 2,7)». Esta elección inauguró, como siempre recuerda más tarde el Catecismo, «la obra de restauración de lo que la desobediencia de Adán había destruido» (CIC 532).
En este espacio se insertó la acción cotidiana de María y José, con las respectivas particularidades del quehacer materno y paterno. Es evidente que la labor educativa de la Santísima Virgen debió ser «muy eficaz y profunda, y que encontró en la psicología humana de Jesús un terreno muy fértil», como explicó san Juan Pablo II en la audiencia general del 4 de diciembre de 1996. Pero «tanto y quizás aún más», escribió el padre Tarcisio Stramare, «se debe decir del papel educativo de San José, tratándose de un hijo de sexo masculino, circunstancia que comportó un mayor contacto y confronto con la figura paterna, teniendo en cuenta que en la tradición judía entre los deberes del padre hacia su hijo se encuentra expresamente aquel de “instruirlo en la Torá y en un oficio”» (“San Giuseppe. Fatto religioso e teología”, Shalom, 2018, pág. 435).
Santo Tomás ya se había expresado en el mismo sentido, subrayando la importancia del padre: «Está claro que para la educación del hombre no sólo se requiere el cuidado de la madre, de quien se alimenta, sino mucho más el cuidado del padre, que debe instruirlo, defenderlo y perfeccionarlo tanto en los bienes interiores como exteriores…».
La acción educativa de José, junto a María, fue, por tanto, de absoluta importancia en el crecimiento de Jesús, que tuvo en sus padres a dos maestros de humanidad. José ejerció sus derechos-deberes hacia el Hijo divino con la autoridad que le vino de la función de cabeza de la Sagrada Familia. Una autoridad que José (así como su esposa hacia su Hijo) vivió no como un poder arbitrario sino de la única manera capaz de servir a un designio de amor, es decir, en humilde obediencia a la voluntad del Padre celestial. Evidentemente, esta verdad choca con las ideas de educación, paternidad y maternidad difundidas hoy por la cultura dominante.
En definitiva, como concluyó el Papa Wojtyla en la audiencia general antes mencionada: «María y José aparecen, por tanto, como modelos de todos los educadores. Los sostienen en las grandes dificultades que encuentra hoy la familia y les muestran el camino para lograr una formación profunda y eficaz de los hijos. Su experiencia educadora constituye un punto de referencia seguro para los padres cristianos, que están llamados, en condiciones cada vez más complejas y difíciles, a ponerse al servicio del desarrollo integral de la persona de sus hijos, para que lleven una vida digna del hombre y que corresponda al proyecto de Dios».