Trump-Musk: conflicto entre lógica empresarial y estrategia política
La relación entre Trump y Musk ha representado la convergencia entre un líder político y un empresario que, estructuralmente, razonan utilizando dos lógicas diferentes: Musk evalúa sus decisiones políticas en función de sus repercusiones en sus intereses económicos. Trump se fija ante todo en el consenso electoral.

La explosión de la disputa entre Donald Trump y Elon Musk es probablemente el fin (aunque aún no se ha dicho la última palabra) de una alianza que ha supuesto un eslabón fundamental en la construcción de la coalición política y que ha sustentado la victoria electoral del magnate y su segundo mandato presidencial.
Las reacciones al clamoroso enfrentamiento entre ambos —con el estilo pirotécnico y grandilocuente típico del carácter larger than life de ambos, y de la retórica social a la que los dos recurren habitualmente— han sido, comprensiblemente, petulantes y burlonas en el mundo progresista. Hablamos del mismo mundo que, después de haber alabado durante años el genio de Musk cuando sus posiciones políticas estaban alineadas con la ideología liberal de los magnates de la Big Tech, de repente lo “excomulgó” y lo señaló ridículamente como una especie de nazi y racista loco desde que se hizo con Twitter y abolió toda censura contra la libertad de expresión, y desde que dio su respaldo a Trump, asumiendo luego el papel de coordinador de la agencia DOGE para recortar el gasto público. Ahora que las relaciones con Donald se han deteriorado, algunos progresistas seguramente “rehabilitarán” a Musk, siguiendo la lógica de “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”, y algunos medios de comunicación de ese ámbito lo pintarán como un intrépido héroe de la libertad.
Pero más allá de estas hipocresías folclóricas y macroscópicas a las que nos tiene acostumbrados la izquierda occidental, en entornos sin bando ideológico o incluso liberales y conservadores, circulan interpretaciones inadecuadas y desenfocadas del conflicto en curso. Algunos lo han juzgado simplemente como un enfrentamiento personal entre dos egos gigantescos, entre dos gallos en un gallinero incapaces de aceptar una limitación de su omnipotencia. Pero, sin perjuicio de que se trata de dos personalidades fuertes, temperamentales y exageradas, lo que está en juego en el enfrentamiento es tan grande que siempre hay que suponer una base racional en el comportamiento de los actores en juego. Otros, partiendo del hecho de que la disputa ha estallado en primer lugar por los recortes en el gasto, el aumento previsto del déficit en la ley de presupuestos One big beautiful bill y los aranceles, han visto en ella, ante todo, el surgimiento de un conflicto ideológico radical: el que existe entre el libertarismo anarcocapitalista del jefe de Tesla y SpaceX, defensor de una “línea Milei” del “Estado mínimo” sin concesiones, y la propensión del presidente hacia el proteccionismo económico y el uso instrumental del gasto público con fines de crecimiento económico.
Ahora bien, no hay duda de que existe una diferencia ideológica entre ambos, y que durante un tiempo se ha dejado de lado para permitir una alianza basada en objetivos bien definidos y limitados. Pero precisamente por eso hay que preguntarse en primer lugar por qué Musk ha decidido (porque sin duda ha sido él quien lo ha decidido) poner fin a esa alianza, y en qué sentido considera que esos objetivos ya no son viables. Y hay que recordar que Elon puede ser un libertario “puro” en su visión del mundo, pero también es un empresario que lleva mucho tiempo recibiendo generosas subvenciones públicas como las destinadas a la compra de coches eléctricos, y también financiación pública para contratos multimillonarios como los concedidos al programa SpaceX para la investigación espacial y la defensa.
Por tanto, si se quiere comprender racionalmente el “núcleo duro” del conflicto, hay que partir de la consideración de que lo que se ha establecido entre Trump y Musk ha sido la convergencia entre un líder político y un empresario que, estructuralmente, razonan utilizando dos lógicas radicalmente diferentes y que solo ocasionalmente coinciden. Musk evalúa sus decisiones políticas y las del ejecutivo al que ha apoyado en primer lugar en función de sus repercusiones para sus intereses económicos y empresariales. Trump se fija ante todo en el consenso electoral y en las relaciones de poder existentes dentro de la clase política y las instituciones.
El empresario, en nombre de la consolidación de una asociación estructural entre sus empresas y el Gobierno en el ámbito de la IA y los programas espaciales, se había “tragado” el sapo de la gran ofensiva mundial del presidente MAGA sobre los aranceles, incluidos sobre todo los impuestos contra China, país con el que siempre ha tenido importantes relaciones económicas, con la esperanza evidente de que las negociaciones con los distintos países los debilitarían más pronto que tarde. Hasta ahora, en general, esto no ha sido así. La transición hacia la redefinición del comercio mundial sigue siendo caótica y un poco a medias. Y las cotizaciones de Tesla han ido bajando cada vez más. En este contexto, ha llegado el One big beautiful bill, que Musk ha interpretado como el sello de una línea fuertemente proteccionista/estatalista de la administración. De ahí los furiosos ataques al documento, que ha llegado a calificar de “abominable”, y el inicio de la pendiente que ha conducido a la guerra abierta con la Casa Blanca.
En realidad, más allá del aspecto “ideológico” de la oposición incondicional a los aranceles y al déficit público, es evidente que Musk tiene una visión simplificada y distorsionada de la política estadounidense, por no hablar de la política en general en un régimen democrático. Quizás creía que el peso estratégico de sus producciones y su know how eran suficientes para imprimir una dirección que le agradara a la línea del gobierno trumpiano. Pero el inquilino de la Casa Blanca, por muy inclinado que sea a una visión fuertemente personalista del gobierno y caricaturizado por sus detractores como una especie de “autócrata”, sabe que tiene que lidiar con las relaciones de poder existentes. En particular, con los equilibrios del Congreso, en el que el Partido Republicano tiene sí la mayoría en ambas Cámaras, pero muy ajustada en la Cámara Baja. Y con los equilibrios del propio Partido Republicano, en el que, como es sabido, una gran parte de los representantes no son en absoluto defensores acérrimos de la agenda política “Maga”, y/o expresan intereses territoriales y sectoriales muy dispares.
La estructura de la ley de presupuestos que se ha presentado, cuya aprobación depende de las dos cámaras del Congreso, tiene las características de una “ley ómnibus”. En ella figuran los cuantiosos recortes fiscales que Trump considera estratégicos e imprescindibles, pero también se presta atención a no “recortar” demasiado el gasto público en áreas que afectarían al electorado de determinados políticos locales. Y hay un aumento del gasto en armamento, que para Trump —como lo fue para Reagan hace cuarenta años— puede ser una forma de contribuir a reconstruir la producción nacional.
En resumen, el proyecto de ley se basa en la esperanza de que combinar la reducción de la presión fiscal (como en el primer mandato), los ingresos por aranceles y el retorno de capitales e inversiones estimulados por estos pueda compensar ampliamente el rebasamiento del techo del déficit, produciendo un aumento sustancial del PIB y un “círculo virtuoso” de confianza capaz de sostener una recuperación económica no efímera, sin perjudicar, sin embargo, a corto plazo, la estabilidad política y la cohesión del partido mayoritario.
Se trata de una lógica intrínsecamente política, centrada en un análisis de las relaciones de poder y en una estrategia pensada en función de los tiempos que marca el ritmo de la política. Una lógica que incluso Musk, si alguna vez diera el salto de empresario a líder político propiamente dicho, se vería inevitablemente obligado a tener en cuenta.