NUEVA DERIVA

Trasplante de útero para trans: la persona reducida a Frankenstein

Hace tiempo que se habla de trasplantes de útero para los hombres que se sienten mujeres. Algunos lo justifican en nombre de la “igualdad”, pero fomentar este cambio -en contra de la naturaleza- aumenta el malestar de las personas trans porque amplía la brecha entre los datos biológicos y la percepción psicológica.

Vida y bioética 05_10_2022 Italiano English

El primer nacimiento tras un trasplante de útero tuvo lugar en Suecia en 2014. Una práctica perfectamente legítima desde el punto de vista moral. Pero cuando quien recibe el trasplante no es una mujer sino un hombre, la cuestión cambia.

Hace tiempo que se habla de trasplantes de útero para transexuales, es decir, hombres que se creen mujeres. El portal International Family News informa de que estos trasplantes podrían tener éxito en un plazo de cinco a diez años. Nicola Williams, catedrática de Ética de la Reproducción Humana en el Departamento de Política, Filosofía y Religión de la Universidad de Lancaster (Reino Unido), afirma cándidamente: “Ciertamente hay razones basadas en la igualdad suficientes para considerar los trasplantes de útero en mujeres transexuales”. Laura O'Donovan, investigadora asociada que trabaja en la Universidad de Lancaster, añade que, según la Ley de Igualdad, negar a una persona transexual un trasplante de útero podría considerarse ilegal en el futuro.

El razonamiento sería el siguiente: la madre naturaleza hizo a Fulanito varón, por lo tanto diferente de una mujer. Pero si Fulanito se siente mujer, sería discriminatorio que su cuerpo no se ajustara a su feminidad percibida. Por lo tanto, surgen los pechos, se extrae el pene y ahora se implanta un útero. Todo para cambiar una realidad sana, no enferma, pero rechazada por una –ésta sí- mente perturbada.

Fomentar un cambio contrario a la naturaleza de las cosas es fomentar ese malestar que ha sido el motor del cambio en las personas transexuales, porque cuanto más empujemos a los hombres a creer que son mujeres, mayor será su desesperación, porque mayor será el desfase entre los datos biológicos y la realidad psicológica percibida. Una gran parte de las personas trans cree que cambiando su aspecto y su físico superará el malestar interior de sentirse en el cuerpo equivocado, pero la herida en la identidad no se cura “cambiando” de sexo, sino aceptándose tal y como son, incluido su sexo genético. La ilusión de que la manipulación del propio cuerpo para convertirlo en femenino es capaz de abrir la puerta a una vida feliz está bien atestiguada por el estudio Perceptions and Motivations for Uterus Transplant in Transgender Women (“Percepciones y motivaciones para el trasplante de útero en mujeres transexuales”) en el que más del 90% de las “mujeres” transexuales entrevistadas creen que con un trasplante de útero mejorará su calidad de vida y se aliviará el malestar psicológico de la llamada disforia de género.

El trasplante de útero para las personas trans pone de manifiesto la intersección de ciertos fenómenos sociales, descubriendo una raíz cultural común. El útero de alquiler es la antesala del trasplante de matriz para las personas trans, es el precedente ideológico al servicio de la teoría de género. De hecho, el útero de alquiler separa la gestación de la maternidad. El vientre se convierte en una mera cáscara para la generación, una incubadora de carne, un instrumento de reproducción que puede ser utilizado incluso por quienes no son madres genéticas, ni por quienes criarán al niño que nacerá. Una vez desvinculado el útero de la maternidad, el siguiente paso es desvincularlo de la feminidad. Si el útero es un mero instrumento y puede ser utilizado incluso por alguien que no es la madre biológica del feto, ¿por qué no podría ser utilizado también por un varón? El útero se convierte en sexualmente neutro porque antes era parentalmente neutro. El vientre se transforma en un medio para la maternidad de cualquiera, un instrumento y un órgano de máxima inclusión para la afirmación de la propia identidad, ya sea real o presunta.

Las feministas abortistas reprochaban en los años de la revolución del '68 (y aún hoy) que el útero era suyo, “cosificando” así su feminidad porque predicaban la posesión del principal órgano de reproducción. Así cosificaron, cosificaron un órgano que, como tal, debe ponerse a disposición de quien lo pida. La misma persona se cosifica porque puede desmontarse en varias piezas que luego, como Frankenstein, pueden ensamblarse combinando partes masculinas con partes femeninas. Es la autopoiesis del hombre, un intento grotesco de imitar la Creación. Y así, la licuación de la antropología natural implica una perfecta fusión no sólo de los roles sociales, sino también de las funciones orgánicas. El igualitarismo social lleva al igualitarismo somático.