Viernes Santo por Ermes Dovico

Santos mártires de Vietnam

De este grupo de santos, martirizados entre 1745 y 1862, forman parte 8 obispos, 50 sacerdotes y 59 laicos, entre los cuales una madre y muchos padres de familia. Noventa y seis eran vietnamitas, 11 dominicos españoles y 10 franceses de la Sociedad para las Misiones Extranjeras de París

Santo del día 24_11_2021 Italiano English

La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos, decía Tertuliano. Y ciertamente los 117 mártires de Vietnam que la Iglesia celebra hoy nos recuerdan que la fe cristiana se ha reavivado y transmitido en los siglos gracias al ejemplo de muchos testigos luminosos, que han llegado hasta el sacrificio de su vida siguiendo el ejemplo de Cristo crucificado. De este grupo de santos, martirizados entre 1745 y 1862, forman parte 8 obispos, 50 sacerdotes y 59 laicos, entre los cuales una madre y muchos padres de familia. Noventa y seis eran vietnamitas, 11 dominicos españoles y 10 franceses de la Sociedad para las Misiones Extranjeras de París. En la mayoría de los casos fueron asesinados por decapitación (75), mientras los demás fueron estrangulados, quemados vivos, desmembrados o murieron en la cárcel a causa de las torturas.

Para estos 117 mártires, la Iglesia ha conseguido verificar las circunstancias de su martirio, pero sus nombres representan solo una parte de la multitud de personas asesinadas en Vietnam por su fe en Cristo. De hecho, de 1645 a 1886, hubo 53 edictos contra el cristianismo y fueron asesinados entre 130 y 300 mil cristianos. Durante el imperio de Minh Mang (que reinó de 1820 a 1841) se condenaba a muerte también a todos los que ocultaban a los fieles. Pero probablemente las persecuciones más feroces tuvieron lugar bajo Tu Duc (de 1847 a 1883), que hizo destruir iglesias, separó a las familias cristianas, hizo rastrear las aldeas sospechosas de esconder a sacerdotes y daba una recompensa en dinero a quienes colaboraban en la captura de los misioneros. Los catequistas extranjeros y los sacerdotes vietnamitas eran degollados. A los catequistas locales se les imprimía en la mejilla izquierda, con un hierro candente, las palabras Ta Dao, es decir, «religión perversa». Los fieles comunes podían salvarse si pisaban la cruz ante un juez, pero muchos se negaron a hacerlo.

Se empezó a anunciar el Evangelio en Vietnam en el siglo XVI, obteniendo los primeros resultados visibles en el siglo XVII, cuando la predicación de los jesuitas y, en especial, de Alexandre de Rhodes, que más tarde fue expulsado del país, había ya convertido a miles de personas. A partir de entonces las persecuciones se sucedieron, alternadas con momentos de tregua, y a día de hoy siguen bajo la República socialista.

El primero de este grupo de mártires que recordamos hoy es el sacerdote vietnamita Andrea Dung Lac. Nació en una familia pagana y muy pobre. Lo crió un catequista católico, que hizo surgir en él la vocación sacerdotal. Recibió la ordenación en 1823. Desarrolló su lavoro como misionero en diversas localidades de Vietnam y fue encarcelado en varias ocasiones por las autoridades locales. Los fieles pagaron los rescates para liberarlo, pero con el paso de los años el santo creció tanto en gracia que deseó ardientemente el martirio. «Quien muere por la fe, sube al Cielo. Al contrario, nosotros que nos escondemos continuamente, gastamos dinero para liberarnos de los que nos persiguen. Sería mucho mejor dejar que nos arrestaran y morir», dijo Andrea, consciente que esa era la cruz para su gloria eterna. Sufrió el martirio por decapitación en Hanoi el 21 de diciembre de 1839.

Juan Pablo II canonizó a los 117 mártires en 1988; dos años más tarde los proclamó patronos de Vietnam. El nihil obstat a la canonización llegó en 1986 con el decreto De signis, que sancionó la ininterrumpida fama de signos y milagros atribuidos a su intercesión. Como dijo el santo pontífice polaco en la homilía de canonización, «frente a las disposiciones coactivas de las autoridades respecto a la práctica de la fe, ellos afirmaron su propia libertad de credo, sosteniendo con humilde valor que la religión cristiana era lo único que no podían abandonar, puesto que no podían desobedecer el soberano supremo, el Señor. Además, proclamaron con fuerza su voluntad de ser leales a las autoridades del país, sin contravenir todo lo que fura justo y honesto».