Santos mártires de Nagasaki
Posponiendo un día su memoria litúrgica para no sobreponerla a la de santa Águeda, la Iglesia recuerda hoy el martirio que tuvo lugar el 5 de febrero de 1597 en una colina cerca de Nagasaki, donde 26 cristianos fueron crucificados, glorificando a Cristo hasta el último aliento
Posponiendo un día su memoria litúrgica para no sobreponerla a la de santa Águeda, la Iglesia recuerda hoy el martirio que tuvo lugar el 5 de febrero de 1597 en una colina cerca de Nagasaki, donde 26 cristianos fueron crucificados, glorificando a Cristo hasta el último aliento.
Ni siquiera había pasado medio siglo desde el invierno de 1551, cuando san Francisco Javier había dejado Japón tras haber convertido a más de mil habitantes en dos años de misión incansable. Otros religiosos siguieron pronto las huellas del gran jesuita español, y predicaron libremente. La comunidad católica creció rápidamente: en 1587 contaba ya con más de 200.000 bautizados, pero en ese año el daimyo Toyotomi Hideyoshi, el más influyente ante el emperador, emitió el primer edicto contra los cristianos, ordenando expulsar a los misioneros de sus tierras. Sin embargo, la medida prácticamente no se llevó a cabo, y la obra de apostolado continuó. El cambio de actitud de Hideyoshi era debido a varias causas: el rechazo de los jesuitas de proporcionar una nave para la invasión de Corea, la firmeza de las vírgenes cristianas, la sospecha de que el objetivo de los misioneros, empeñados en la difusión del Evangelio y en otras diferentes obras de caridad, fuera preparar la conquista extranjera.
Al final, en noviembre de 1596, Hideyoshi se decidió a poner en práctica la persecución y ordenó a los gobernadores que dependían de él que arrestaran a todos los religiosos cristianos. Muchos encontraron refugio en los campos, pero 26 fueron capturados. Se trataba de 6 franciscanos de origen español o portugués, 3 jesuitas y 17 terciarios franciscano japoneses. Entre ellos estaba Pablo Miki, primero del grupo en el Martirologio, nacido en una noble familia japonesa y carismático predicador jesuita, capaz de convertir a muchos connacionales. Los prisioneros fueron llevados primero a una plaza, donde sufrieron el corte de un trozo de la oreja izquierda. Fue sólo el comienzo de un larguísimo calvario. Para atemorizar a todos los japoneses cristianos y desanimar otras conversiones, Hideyoshi hizo que los 26 caminaran de Kioto a Nagasaki, la ciudad donde estaba presente la mayor comunidad católica, y donde los condenados llegaron después de 30 días y 600 kilómetros de fatigas.
Contrariamente a las expectativas del tirano, esos días fueron un triunfo de fe. Del grupo, que caminaba entonando el Te Deum, formaban también parte tres muchachos de 12, 13 y 14 años: Luis Ibaraki, Antonio Daynan y Tomás Kozaki, cuya presencia conmovió a muchos corazones duros, y se negaron a abjurar de su fe. Los 26 tuvieron el permiso de poder confesarse antes de la ejecución, preanunciada al pueblo para que sirviera de ejemplo. Cuatro mil cristianos acudieron a la colina poco fuera de Nagasaki donde habían sido preparadas las cruces y, al paso de los prisioneros, se postraron para pedir oraciones. Cuando los futuros mártires vieron las cruces donde estaban escritos sus nombres, se arrodillaron y las besaron. Los verdugos les ataron con cuerdas y anillos de hierro, después les alzaron contemporáneamente a las cruces, bajo las cuales había samuráis armados con afiladas lanzas de bambú. La orden de ejecución se pospuso para que creciera el terror del suplicio.
En aquél momento se levantó, repentinamente, la voz de uno de los crucificados, que comenzó a entonar el Benedictus. Después Antonio, de 13 años, cantó el «Alabad, niños, al Señor», seguido por Luis y Tomás. Un franciscano comenzó a recitar las letanías a Jesús y María, que la muchedumbre repetía, mientras que el oficial responsable de la ejecución comenzaba a preocuparse por lo que tendría que referir a Hideyoshi sobre ese impresionante testimonio cristiano. Paolo Miki oró por el perdón de los verdugos, exhortó a todos a la conversión y les invitó a mirar el rostro de los crucificados, que no mostraban temor de la muerte, en razón de la fe en Cristo resucitado. Por último, llegó la orden. El franciscano Felipe de Jesús fue el primero atravesado con dos golpes de lanza. El último fue el padre Pedro Bautista, que poco antes había administrado el bautismo a una pagana muda, que recuperó la palabra gracias al contacto con la cruz.
Los fieles se precipitaron a recoger con paños la sangre de los mártires, pero se les impidió dar sepultura a los 26, cuyos cuerpos quedaron durante semanas en las cruces con muchos centinelas de guardia. Entre los numerosos prodigios que se verificaron en la altura (desde las apariciones a los globos de fuego que descendieron sobre los despojos de los santos, hasta las aves rapaces que no osaron acercarse a sus cuerpos), numerosos testigos vieron moverse, 62 días después de su muerte, al padre Pedro Bautista, de cuyas heridas, como ya había sucedido al tercer día, salió una gran cantidad de sangre. Los protomártires japoneses fueron beatificados por Urbano VIII en 1627 y canonizados por Pío IX en 1862.
Estos son sus nombres: Pablo Miki, Jaime Kisai, Juan de Goto (Compañía de Jesús), Francisco Blanco, Francisco de San Miguel, Gonzalo García, Martín de la Ascensión, Pedro Bautista Blázquez, Felipe de Jesús (Orden de los frailes menores), Antonio Daynan, Buenaventura de Miyako, Cosme Takeya, Francisco Kichi, Francisco de Nagasaki, Gabriel de Duisco, Joaquín Sakakibara, Juan Kisaka, León Karasumaru, Luis Ibaraki, Matías de Miyako, Miguel Kozaki, Pablo Ibaraki, Pablo Suzuki, Pedro Sukejiroo, Tomás Kozaki, Tomás Xico (terciarios franciscanos).
Patronos de: Japón.