San Columbano por Ermes Dovico

Santos Adán y Eva

Después del libre cumplimiento del pecado original y de la expulsión del Edén, nuestros antepasados vivieron una vida de oración y penitencia

Santo del día 24_12_2023 Italiano English

El 24 de diciembre se celebra la memoria litúrgica de los santos antepasados de Jesús, entre los cuales la Iglesia venera a Adán y Eva. Después del libre cumplimiento del pecado original y de la expulsión del Edén, nuestros antepasados vivieron una vida de oración y penitencia -como han enseñado los Padres de la Iglesia y según el testimonio contenido en el Antiguo Testamento- muriendo reconciliados con Dios y esperando la salvación prometida para los justos. Una salvación que se cumpliría con el nuevo Adán, Cristo, encarnado gracias al fiat de la nueva Eva, María, principio de una nueva creación que supera en gloria a la original porque ha sido redimida por los méritos de Nuestro Señor, obediente hasta la Cruz. En este sentido, la liturgia pascual dice: “Oh feliz culpa, que ha merecido tan gran Redentor”.

Adán y Eva vivieron y murieron, por tanto, en la esperanza de la Redención, que había sido misteriosamente anunciada por Dios justo después de su desobediencia, en medio de aquel drama primordial en el que pensaban que no podrían recuperar su amistad con Él (“Oí tu paso en el jardín, tuve miedo, porque estoy desnudo y me escondí”), que por el contrario no los abandonó, anunciando en las palabras dirigidas a la serpiente tentadora lo que la Tradición llamó el “protoevangelio” de la salvación, porque, explica el Catecismo, “es el primer anuncio del Mesías Redentor, de una lucha entre la serpiente y la Mujer y de la victoria final de un descendiente de Ella”. Se trata de este famoso versículo del Génesis: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; ella te aplastará la cabeza mientras tú le acechas el calcañar” (Gn 3,15). Éste es el comienzo de la batalla espiritual que a partir de entonces acompañará la vida terrenal de cada hombre, llamado a luchar, con la ayuda de la gracia de Dios, para permanecer unido al bien.

La experiencia de Adán y Eva -creados en un estado de santidad y justicia originales, partícipes de la vida divina, en perfecta armonía entre ellos y con toda la creación, donde no existía ni la muerte ni el sufrimiento- muestra ya al principio de la historia humana la infinita misericordia de Dios, que busca hasta el final atraer hacia sí a su criatura, amada por encima de toda la Creación: se compadece de ella a pesar de la traición de su amistad (“el Señor Dios hizo al hombre y a la mujer túnicas de pieles y los vistió”) y les da también las gracias necesarias para su santificación. Los antepasados, después de haber abusado de su libertad, cayendo en el engaño de Satanás de poder llegar a ser “como Dios”, pero “sin Dios y poniéndose ante Dios, no según Dios” (san Máximo el Confesor), experimentaron todo el horror del pecado; y en su estado de peregrinos en la tierra tuvieron el mérito de reconocer su culpa y de vivir para expiarla, esta vez entregándose a la gracia.

Hay un signo de este reconocimiento de Dios en las palabras que Eva pronunció después de dar a luz a Caín: “He adquirido un hombre del Señor” (Gn 4,1). Estas son palabras de alabanza al Todopoderoso. Es decir, los antepasados entienden que han sido hechos partícipes, en “una sola carne”, de la obra más alta de la Creación. Unos pocos versículos más adelante, el autor sagrado refiere una acción de gracias similar por el nacimiento de su tercer hijo, llamado Set: “Porque -dijo- Dios me ha concedido otra descendencia en lugar de Abel, pues Caín lo mató”. Las discordias entre los hombres, siempre libres pero heridos en su naturaleza por el pecado original, los hunden en un abismo sin fin, pero Dios sigue sin abandonarlos, propiciando una nueva descendencia. Set se convierte en el padre de Enos y el capítulo 4 del Génesis se cierra con una noticia significativa: “Entonces comenzaron a invocar el nombre del Señor”. Un Señor que perdona a quien tiene contrición por sus pecados y que lo reconoce como Padre y meta final.

La santidad alcanzada, o más bien recuperada, por Adán y Eva nos recuerda que mientras estemos en estado de prueba (nuestro estado aquí en la tierra, antes del Juicio), Dios no deja de ayudar al hombre dispuesto a acogerlo. También nos recuerda todas las consecuencias concretas del pecado original, que el mundo de hoy prefiere ignorar y ridiculizar mientras cree ciegamente en una pseudoteoría según la cual el hombre, la única criatura dotada de intelecto y llamada a conocer y amar a Dios, tiene un antepasado en común con el simio.

No es éste el lugar para exponer la doctrina sobre el pecado original, basta recordar que la Iglesia enseña claramente que “la historia de la Caída (Gn 3) utiliza un lenguaje de imágenes, pero expone un acontecimiento primordial, un hecho que ocurrió al principio de la historia humana” (CIC 390). A la luz de este hecho, el misterio de Cristo encarnado y muerto en la cruz está lleno de significado, según esa íntima conexión que san Pablo resumió de esta manera: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”. Los antepasados caídos y arrepentidos pudieron creer en esta gracia.