Santa María Magdalena
También llamada «de Magdala», era la mujer de la que Nuestro Señor había expulsado siete demonios. Como humilde penitente, supo cómo acoger la gracia y se convirtió en una fiel discípula de Jesús, mereciendo ser llamada «Apóstola de los Apóstoles»
«Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto» (Jn 20, 13). Las palabras mezcladas con lágrimas que María Magdalena, la primera en correr al sepulcro el día de la Resurrección, pronunció ante los dos ángeles con túnicas blancas nos recuerdan la conversión que vivió esta extraordinaria santa. Como humilde penitente, supo cómo acoger la gracia y se convirtió en una fiel discípula de Jesús, mereciendo ser llamada «Apóstola de los Apóstoles».
María, también llamada «de Magdala», por el nombre de la aldea sobre el lago de Tiberíades, en Galilea, era la mujer de la que Nuestro Señor había expulsado siete demonios (Mc 16, 9). En el texto del Evangelio no hay referencias que permitan asociarla con la adúltera salvada de la lapidación. Ciertamente, sabemos que una vez convertida comenzó a seguir a Jesús, mientras el Hijo de Dios anunciaba el Reino de los Cielos en compañía de los Doce: con ella también había «otras muchas [mujeres] que les servían con sus bienes» y que «que habían sido curadas de espíritus malos y de enfermedades» (Lc 8, 1-3).
La gran riqueza de su figura emerge clara y espléndidamente en el relato de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor. La fiel discípula sigue a Cristo hasta la cima del Calvario y está a los pies de la cruz cerca de Juan, el discípulo predilecto, y de María Santísima, participando en el dolor. Cuando José de Arimatea tiene la piedad de ocuparse de la sepultura de Jesús, María de Magdala es una de las mujeres (sin duda con «la otra María», la «madre de Joset»; Mt 27, 61 y Mc 15:47) que quiere ver el lugar donde el Señor es sepultado. Y, el primer día después del sábado, la vemos, «cuando aún estaba oscuro» nos dice Juan, apresurándose a ir al sepulcro, quedando sorprendida al verlo vacío. Poco después, se produce el conmovedor encuentro con el Resucitado, que la libera de su estado de angustia, llamándola por su nombre («¡María!»; a lo que ella responde: «¡Rabbuní!», que significa, Maestro) y le confía nada menos que la tarea de anunciar la Resurrección: «No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro» (Jn 20, 17).
Otra prueba, esta última, de que los evangelistas no inventaron ni dispusieron nada. De hecho, si hubieran seguido la lógica humana, habrían tenido cuidado en no confiar el primer anuncio de la Resurrección, el evento más importante y específico de la fe cristiana, al testimonio de una mujer. Esto se debe a que, como ha demostrado ampliamente en sus escritos Vittorio Messori, el testimonio femenino en el mundo judío y, en general, en la antigüedad, valía poco o nada. En cambio, son pura invención los relatos posteriores a la era apostólica y difundidos en los ambientes gnósticos, que han hecho la fortuna de novelistas a lo Dan Brown, por lo que no vale ni siquiera la pena detenerse en ellos.
El papa Gregorio Magno llamó a santa María Magdalena «testigo de la Divina Misericordia» y le dedicó una hermosa homilía. La devoción demostrada por los cristianos de todos los tiempos hacia ella llevó al papa Francisco, en el año 2016, a elevar el grado litúrgico de su celebración, que de este modo pasó de memoria a fiesta. En el correspondiente decreto, firmado por el cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, fue señalada a los fieles como un «paradigma de la tarea de las mujeres en la Iglesia» y un ejemplo esclarecedor para una nueva evangelización. Que ella nos guíe a buscar y anunciar, como ella, a Cristo resucitado.