Santa Inés de Montepulciano
En 1374, Nuestro Señor reveló a santa Catalina de Siena que en el Paraíso habría gozado de una gloria igual a la de santa Inés de Montepulciano (c. 1268-1317). Esto nos ayuda a tener una idea de la grandeza de esta mística.
En 1374, Nuestro Señor reveló a santa Catalina de Siena que en el Paraíso habría gozado de una gloria igual a la de santa Inés de Montepulciano (c. 1268-1317). Esto nos ayuda a tener una idea de la grandeza de esta mística, no muy conocida. Catalina era una gran devota de santa Inés gracias, también, a la biografía de su director espiritual, el beato Raimundo de Capua (c. 1330-1399), que empezó a escribir sobre Inés cuando se convirtió en confesor en el monasterio de Montepulciano en el que la santa había vivido su último años terrenales. Su vida estuvo constelada por prodigios desde el momento de su nacimiento, cuando en su habitación aparecieron, de repente, varios cirios encendidos. La pequeña reveló enseguida un ferviente espíritu de oración y con apenas nueve años entró a vivir con las “monjas de saco” de su pueblo natal, llamadas así por su hábito de tela burda.
Inés creció en piedad bajo la guía de sor Margarita, maestra de novicias. Se la vio levitar en varias ocasiones y un día, durante una de sus continuas meditaciones sobre la Pasión de Jesús, la caridad divina la elevó hasta hacerle abrazar el crucifijo situado encima del altar. Cuando aún era una adolescente la Virgen le entregó tres pequeñas piedras: “Hija mía, antes de morir construirás un monasterio en mi honor; toma estas tres piedrecitas y recuerda que tu edificio deberá estar construido sobre la fe constante y la confesión de la altísima e indivisible Trinidad”. Por la fama de santidad que la rodeaba ya desde que era una niña, la llamaron para guiar el nuevo monasterio que las “monjas de saco” habían fundado en la cercana Proceno (provincia de Viterbo). Inés, con dispensa del papa Martín IV, se convirtió en abadesa con apenas 15 años, un cargo que aceptó por obediencia. Durante su profesión religiosa y la solemne bendición impartida por el obispo descendió sobre al altar maná abundante con forma de cruz.
Santa Inés participó de manera extraordinaria en los sufrimientos de Jesús y su alma era toda incline a estar con Él. En una ocasión, en la noche de la Asunción, la Santísima Virgen se le apareció con el Niño en brazos y se lo ofreció para que lo besara. Antes de separarse de él, Inés aferró la pequeña cruz que el Niño Jesús llevaba en el cuello. Esta cruz se conserva aún hoy y se expone al culto el día de su fiesta. Las duras penitencias a las que se sometió durante los veinte años que permaneció en Proceno le causaron una grave enfermedad, que empeoró cuando volvió a Montepulciano. Aquí la santa, recordando lo que le había pedido la Madre celeste y tras haber obtenido el permiso del obispo de Arezzo, Ildebrandino Guidi, fundó en 1306 el monasterio de Santa Maria Novella, que se convirtió en un centro de espiritualidad dominica.
La unión entre amor y dolor, que la elevó a la santidad, es muy visible también en las apariciones angélicas que recibió. En su segunda fase en Montepulciano, un ángel la llevó místicamente durante nueve domingos seguidos bajo un olivo, donde bebió el cáliz de la Pasión. Para curar su salud, los superiores la enviaron a las termas de Chianciano. La santa no se curó, pero gracias a ella surgió un nuevo manantial que se reveló milagroso (y que aún hoy lleva su nombre): Inés sanó a una niña con una profunda herida sumergiéndola en el agua. Agonizante, les dijo a sus desconsoladas hermanas de comunidad: “Si me amaráis realmente no lloraríais así; los amigos se alegran de lo bueno que les pasa a sus amigos. El gran bien que me puede suceder es ir hacia mi Esposo. ¡Sed fieles a un Esposo tan bueno!”. Y añadió: “Mi amado me pertenece, ya no lo abandonaré”. La Iglesia de Santa Inés, en Montepulciano, custodia aún hoy, en una urna de cristal, su cuerpo incorrupto.