Santa Catalina Drexel
Varios decenios antes de que los reflectores del mundo se encendieran sobre los afroamericanos, santa Catalina Drexel (1858-1955) fue misionera en medio de ellos y de los nativos americanos, ocupándose de su educación y llevándoles el anuncio de Cristo
Varios decenios antes de que los reflectores del mundo se encendieran sobre los afroamericanos, santa Catalina Drexel (1858-1955) fue misionera en medio de ellos y de los nativos americanos, ocupándose de su educación y llevándoles el anuncio de Cristo.
Segundogénita del rico banquero Francis Anthony Drexel, un cristiano dedicado a las obras de caridad, nació en Filadelfia. A las cinco semanas de su nacimiento se quedó huérfana de madre. Su padre se volvió a casar en 1860 con Emma Bouvier, una católica devota, que le dio otra hija y que reveló ser una ayuda preciosa para el crecimiento en la fe de las tres hermanas. La familia se reunía cada día para rezar junta, y dos veces a la semana distribuía alimentos, vestidos y ayuda en dinero a las familias que tenían dificultad con el alquiler. Su amada madrastra murió en enero de 1883 y Catalina, que la asistió en sus tres años de lucha contra el cáncer, comprendió profundamente cuán efímeras eran las cosas terrenales. Empezó a pensar en la vida religiosa.
Ese mismo año hizo un viaje a Europa y mientras contemplaba una imagen de la Virgen en la Basílica de San Marcos, en Venecia, la pareció oír estas palabras: “Gratuitamente has recibido, gratuitamente da”. En 1884, junto a sus familiares, constató las condiciones de los nativos americanos en los Estados occidentales de los EE.UU., y pensó que tenía que hacer algo concreto para ayudarles. Su padre murió al año siguiente, dejando a las hijas una herencia de 14 millones de dólares (equivalentes hoy a unos 400 millones de dólares). En el testamento, para protegerlas de los cazafortunas, había dispuesto que, a su muerte, si no tenían hijos (como sucedió, por circunstancias diversas, entre las cuales la enfermedad de la primogénita en 1890), todo el patrimonio se dividió entre algunas órdenes religiosas - y, concretamente, la Compañía de Jesús, las Damas del Sagrado Corazón, los Hermanos Cristianos - y obras de caridad.
En 1887, unos meses antes de su encuentro con Nube Roja, ella y sus hermanas fueron recibidas en audiencia privada por León XIII, al que Catalina le pidió que enviara sacerdotes como misioneros entre los nativos americanos. La respuesta del pontífice la sorprendió: “Hija mía, ¿por qué no te conviertes tú misma en misionera?”. Fue decisivo. Cuando volvió a su patria, se dirigió nuevamente a su director espiritual, el padre James O’Connor, que, un tiempo antes, interpelado por Catalina sobre su deseo de entrar en una orden contemplativa, la había exhortado a esperar un poco y rezar. La santa inició el noviciado en un convento de las Hermanas de la Misericordia; en 1891 profesó los votos religiosos y, aconsejada por el padre O’Connor, fundó las Hermanas del Santísimo Sacramento para los nativos americanos y la población de color (en latín Institutum sororum a Sanctissimo Sacramento pro indianis gentibusque coloratis), uniendo así su propósito de dedicarse a la contemplación de Dios con la misión entre la gente.
La madre Catalina, amiga de santa Francisca Cabrini, recibió peticiones de ayuda de varios lugares de Estados Unidos, haciendo de contrapeso a las aversiones de algunos sectores de la sociedad, vinculados a una visión racista. La primera advertencia fue un cartucho de dinamita encontrado en el lugar en el que se estaba construyendo la casa madre del nuevo instituto. Ante las adversidades, Catalina se encomendó a la Divina Providencia y vio crecer el número de vocaciones. Durante su larga vida terrena - marcada los últimos 18 años por una enfermedad grave que ofreció a Dios como su cruz - fundó 145 misiones, 50 escuelas católicas para afroamericanos (además de la Xavier University de Louisiana) y 12 para los nativos americanos, garantizando así su buena formación y favoreciendo su encuentro con Cristo. Con dicho fin hizo imprimir un catecismo en navajo, la lengua hablada por muchos amerindios. Y nunca se cansó de transmitir la necesidad de rezar y adorar a Jesús en la Eucaristía, que indicava como único camino para la verdadera unidad entre las personas y los pueblos.