Santa Bernardita
«¡Oh sì! Pero no tenía ningún derecho a una gracia como esta», respondió un día santa Bernardita Soubirous (1844-1879) a una hermana de comunidad que le recordaba la dulzura de las veces en la que había visto a la Virgen
«¡Oh sì! Pero no tenía ningún derecho a una gracia como esta», respondió un día santa Bernardita Soubirous (1844-1879) a una hermana de comunidad que le recordaba la dulzura de las veces en la que había visto a la Virgen. Así era Bernardita, llena de una total sencillez en cada gesto y palabra, lo que inevitablemente causaba el asombro de quienes le preguntaban algo sobre ese ciclo de 18 apariciones marianas de las que fue testigo en la gruta de Massabielle, del 11 de febrero al 16 de julio de 1858, cuando apenas tenía 14 años. La piedad celeste la eligió a ella precisamente, analfabeta y extremadamente pobre, para llamar a los pecadores a la conversión, exhortándoles a la penitencia y la oración. Fue a Bernardita a quien la Santísima Virgen le reveló que era la Inmaculada Concepción, confirmando así la verdad del dogma que la Iglesia había definido sólo cuatro años antes y que la muchacha de Lourdes, muy devota pero ignorante en cuanto al catecismo, ignoraba del todo.
En una época de ateísmo galopante, la fe límpida de Bernardita (que fue canonizada por Pío XI en 1933) es la prueba de que Dios se sirve de los más pequeños para llevar a cabo sus designios más grandes, como nos enseñan Jesús y las Sagradas Escrituras. «La Santísima Virgen me ha elegido porque soy la más pobre e ignorante. Si hubiera otra más ignorante, la habría elegido a ella», dijo en una ocasión a la superiora. Gracias a su humildad, fortalecida por el Rosario que recitaba cada día (no es casualidad que, cuando se le apareció María por primera vez, fuera natural para Bernardita sacar la corona), soportó todo con paciencia, incluidos los muchos interrogatorios que le hicieron para averiguar todo lo que había visto y oído. Nunca se contradijo, relatando siempre la misma versión, tanto delante de los escépticos como de los hombres de fe. Y a quien no se sentía del todo convencido, le aclaraba con sumo candor la misión que le había confiado la Madre celeste: «No me han encomendado que consiga que creáis. Me han encomendado sólo que repita lo que se me ha dicho».
La Virgen, en el momento de la tercera aparición el 18 de febrero, ya le dijo: «No te prometo hacerte feliz en este mundo, sino en el otro». Bernardita no se turbó y, más bien al contrario, pensando constantemente en la beatitud eterna, intentó imitar las virtudes de María, uniendo sus sufrimientos a los de Nuestro Señor crucificado, amando a Dios y al prójimo («no viviré un solo instante sin amar»), deseando vivir oculta, como religiosa, tal como había expresado desde la época de las apariciones. Cuando en 1866 pudo seguir su vocación, entrando en las Hermanas de la Caridad de Nevers, congregación que había conocido en su Lourdes natal, dijo: «He venido aquí para esconderme». En el convento de Nevers pasó los últimos trece años de su breve vida terrenal, trabajando como auxiliar en la enfermería y en la sacristía. La frágil salud que la acompañaba desde su infancia siguió creándole sufrimiento, con graves ataques de asma y una tuberculosis ósea en la rodilla derecha.
Como todas las almas elegidas, era consciente de su miseria. «Me gustaría que se narraran también los defectos de los santos y lo que hicieron para enmendarlos. Esto serviría mucho más que sus milagros y sus éxtasis», decía en referencia a su testarudez. Y ella, para corregirse, se encomendaba a la ayuda de un santo al que era muy devota: san José. «Dame la gracia de amar a Jesús y a María como quieren ser amados. San José, reza por mí. Enséñame a rezar». Entre las gracias que Bernardita recibió, y que ella acogió junto a las distintas pruebas físicas y espirituales, hay que recordar que sus hermanas de comunidad siempre se quedaban sorprendidas por el modo que tenía de santiguarse. No conseguían hacerlo igual y decían: «Se ve claramente que ha sido la propia Virgen la que se lo ha enseñado».
Fue precisamente a la Virgen a la que le dirigió sus últimas palabras terrenales en Nevers (donde aún hoy se puede admirar su cuerpo, en óptimo estado de conservación): «Nunca creí que sufriría tanto para morir, Santa María Madre de Dios. Santa María Madre de Dios, reza por mí, que soy pecadora».
Para saber más: Vida de Santa Bernardita, de René Laurentin