San Pedro Claver
Su campo de misión fue la actual Colombia en la época de la trata de esclavos. Afrontó tal fenómeno con verdadera caridad cristiana
Su campo de misión fue la actual Colombia en la época de la trata de esclavos. San Pedro Claver (1580-1654) afrontó tal fenómeno con verdadera caridad cristiana, llevando ayuda material a los africanos deportados y enseñándoles la vida de Jesús.
Nacido en Cataluña, era hijo de un campesino, y quedó huérfano de madre en la primera adolescencia. Sus orígenes debieron ayudarle a crecer en la humildad, como se ve en un escrito suyo ya de adulto: «Cada vez que no he imitado al asno no he obtenido buenos resultados. ¿Y qué hace el asno? Cuando se habla mal de él y se le insulta, se hace el sordo. Cuando lo matan de hambre, se hace el sordo. Cuando le cargan en demasía, se hace el sordo. Cuando le desprecian y le abandonan, todavía se hace el sordo. Jamás se queja en ninguna circunstancia, porque no es más que un asno. Así deberían ser los siervos de Dios, como dice el Salmo 72: una bestia soy yo ante ti».
Dio muestras de un gran talento en los estudios y a los 22 años ingresó en la Compañía de Jesús. Entre los jesuitas conoció al ya anciano Alfonso Rodríguez (1532-1617), portero en el colegio de Palma de Mallorca y gran maestro espiritual. Alfonso, que entró en los jesuitas como hermano coadjutor después de haber perdido precozmente a su mujer y sus tres hijos, le inculcó en el corazón el amor por la misión: «Las almas de los indios tienen un valor infinito, porque tienen el mismo precio de la sangre de Cristo… ¡Vete a las Indias a comprar todas esas almas que se pierden!». El santo acogió el consejo y en 1610 partió hacia el Nuevo Mundo. Seis años más tarde los superiores le enviaron a Cartagena, donde recibió la ordenación sacerdotal y comenzó un ministerio que durante casi cuarenta años le llevó a bautizar a unos 300.000 entre esclavos e indígenas.
Cartagena era uno de los más grandes puertos de toda Sudamérica y cada año llegaban de 12 a 14 naves cargadas de esclavos, a pesar de los numerosos pronunciamientos papales (ya en 1537 la bolla Veritas Ipsa de Pablo III establecía la excomunión para quien redujera en esclavitud, una prohibición reiterada por diversos sucesores suyos). Ante esa trata inhumana, el santo reaccionó haciendo voto de «dedicar toda la vida a la conversión de los negros» y para sellar la promesa se firmó así: «Pedro Claver, siervo de los etíopes para siempre», en que etíopes era el término que los españoles usaban corrientemente para indicar todas las poblaciones de color. Pedro se rodeó de intérpretes de diferentes nacionalidades. A la llegada de cada nave se precipitaba con cestas llenas de pan, fruta, dulces y bebida. Curaba a los enfermos, daba calor a los que tenían frío, librando del terror a estos pobrecillos e intercediendo por ellos ante sus señores, sin detenerse ante las resistencias de estos.
El santo, después del primer contacto, se ocupaba del alma de los esclavos y comenzaba el catecismo con grandes carteles llenos de imágenes. Así escribía en 1627: «Les hemos catequizado sobre el Bautismo, explicándoles cuáles son sus efectos admirables en el cuerpo y en el alma; cuando nos ha parecido que habían comprendido bastante respondiendo a nuestras preguntas, les hemos instruido más extensamente sobre el Dios único, que premia o castiga según los méritos de cada uno, y todo lo demás. Entonces les hemos invitado a hacer un acto de contrición y a manifestar el arrepentimiento de sus pecados. Al final, cuando nos han parecido bastante preparados, les hemos expuesto los misterios de la Trinidad, Encarnación y Pasión y, mostrándoles el crucifijo, tal como está pintado sobre la fuente bautismal - donde se ven regueros de sangre que descienden de las llagas de Cristo - hemos recitado en su lengua el acto de contrición, que han repetido palabra por palabra».
Filas interminables se formaban en su confesionario. Ejerció su apostolado también entre los condenados a muerte y los leprosos, a los que procuraba alimento, medicinas y arreglaba las camas. Y si a veces experimentaba repugnancia en el trato con los leprosos, se apresuraba a besarles las llagas, queriendo dar a entender a todos la dignidad de los hijos de Dios. En 1650 enfermó de peste y transcurrió los últimos cuatro años casi totalmente en su celda, a menudo desatendido, pero sin cansarse nunca de contemplar y alabar a Dios. A la noticia de su muerte, miles de personas de toda edad y condición social acudieron a su convento, con los niños y esclavos que decían: «¡Vamos al santo!». León XIII le canonizó en 1888, junto a su antiguo consejero Alfonso Rodríguez. Ocho años después fue proclamado patrón de todas las misiones católicas entre los negros.