San Mateo

Antes publicano, después apóstol y evangelista, al final santo...

Santo del día 21_09_2024 Italiano English

Antes publicano, después apóstol y evangelista, al final santo. Mateo, a quien Lucas y Marco llaman también Levi, describe así el radical desarrollo de su vida: «Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió» (Mt 9,9). Como comentó Benedicto XVI, «en este “levantarse” se puede ver el desapego de una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión consciente a una existencia nueva, recta, en comunión con Jesús», a la luz de la exhortación del Señor de no acumular tesoros sobre la Tierra, sino en el Cielo.

Los publicanos colaboraban de hecho con los ocupantes romanos para la recaudación de los impuestos y a veces practicaban la usura, motivos por los cuales eran considerados pecadores públicos. Significativamente, enumerando a los Doce, el evangeliste se define «Mateo el publicano». Según san Jerónimo, lo hace «para demostrar a los lectores que nadie tiene que desesperar por la salvación si se convierte a una vida mejor».

El primer Evangelio, escrito hacia el 40-50, está dirigido sobre todo a los judíos, como ya observaron los antiguos Padres. En este sentido se pueden leer la decisión de iniciar con una genealogía de Jesús que se remonta hasta Abraham y las frecuentes citas al Antiguo Testamento, para mostrar que Cristo es el Mesías profetizado en las Escrituras. A pesar de que solo nos ha llegado una edición griega conocida en el siglo I, sabemos que Mateo escribió originariamente en arameo, como afirma, entre otros, Eusebio de Cesárea en su Historia Eclesiástica: «Mateo, que antes había predicado a los judíos, cuando decidió ir también a otros pueblos, escribió en su lengua materna el Evangelio que anunciaba; de este modo trató de sustituir con un texto escrito lo que perdían con su partida aquellos de los que se separaba».

Patrono de: banqueros, contables, aduaneros, financieros

Para saber más:

Catequesis de Benedicto XVI (audiencia general del 30 de agosto de 2006)