Santos Inocentes por Ermes Dovico

San Luis Gonzaga

Su ardiente propósito de hacer la voluntad del Señor se fortaleció después de la Primera Comunión, que recibió de las manos de san Carlos Borromeo

Santo del día 21_06_2021 Italiano English

¿Cómo fue posible que san Luis Gonzaga (1568-1591), el brillante hijo mayor de una familia de la alta nobleza, destinado a convertirse en marqués, decidiera resueltamente dejar todo y seguir a Cristo? Para entender esto, un buen comienzo puede ser la respuesta que dio a aquellos que no entendían cómo podía renunciar al marquesado: «¡Busco la salvación, buscadla también vosotros! No se puede servir a dos maestros».

Luis, que entonces tenía sólo diecisiete años, ya tenía la mirada de los santos, inclinada hacia los bienes que realmente importan, los eternos. Había llegado a esta conciencia nutriéndose de lecturas cristianas, oraciones y ofrendas a Dios, a quien pidió, recurriendo a la intercesión de los santos y, sobre todo, de la Virgen, el don de la humildad. «Esta virtud», escribía el santo patrón de los jóvenes, «no nace de nuestro suelo, sino que es necesario pedirla al Cielo».

Era el primero de los ocho hijos de Ferrante Gonzaga, marqués de Castiglione delle Stiviere (provincia de Mantua), y de la condesa Marta di Santena, una mujer con mucha fe. Luis fue educado desde la primera infancia para la vida militar, revelando un carácter animado (a los cuatro años sintió la ebriedad de cargar el cañón y disparar...) y una gran inteligencia. Pronto comprendió el vacío del mundo reluciente en el que estaba creciendo, hecho de cosas efímeras y vanidades varias. Cuando tenía siete años tuvo lugar lo que él llamó su «conversión del mundo a Dios». Comenzó a recitar los siete salmos penitenciales y el oficio de Nuestra Señora todos los días. En 1576 su padre lo envió a la corte de los Medici, en Florencia, donde también jugó con la futura reina de Francia (Maria de Medici), pero continuó en el camino emprendido: a los diez años de edad, en la basílica de la Santísima Anunciación, hizo un voto espontáneo de virginidad perpetua y se consagró a María «como Ella estaba consagrada a Dios».

Su ardiente propósito de hacer la voluntad del Señor se fortaleció después de la Primera Comunión, que recibió de las manos de san Carlos Borromeo; y no se debilitó ni siquiera durante los dos años que pasó como paje en la corte de Madrid donde, gracias a los ejercicios espirituales, maduró la idea de unirse a la Compañía de Jesús. Con la intención de desviar a su hijo de ese fervor religioso, el padre le ordenó hacer un recorrido por los palacios de los nobles de Mantua, Parma, Ferrara, Pavía y Turín, tal vez con la esperanza de que pudiera enamorarse de alguna hermosa joven coetánea. Pero el joven Luis era muy firme en su elección de donarse totalmente a Cristo. En el año 1585, con el padre ya resignado, firmó el acto de renuncia al marquesado en favor de su hermano Rodolfo (quien fue acusado de varios delitos, fue excomulgado y, al final, fue asesinado). Entre las personas simples había quien comentaba: «No éramos dignos de tenerlo como maestro. Él es un santo y Dios nos lo ha quitado».

En el mismo año comenzó el noviciado entre los jesuitas en Roma. Aquí pronto se dieron cuenta de que tenían, entre ellos, un alma favorita, ya entrenada en la penitencia y la oración (a los doce años decidió meditar y rezar cinco horas al día). Algunos padres llegaron a ordenarle que limitara su ardor, creyendo que podría dañar su salud, aunque él dijese que el recogimiento con Dios «casi se había vuelto natural, encuentro paz y descanso y no dolor». Entre sus maestros de teología tuvo a san Roberto Belarmino (1542-1621), quien espiritualmente asistió al joven hasta su lecho de muerte, promovió su causa de beatificación y quiso que su propia tumba estuviera al lado de la de Luis. El cual, durante la sequía y la serie de enfermedades infecciosas que golpearon a Roma en los años 1590 y 1591, recorrió las casas de los nobles para recoger limosnas para los necesitados y se distinguió por ayudar a los enfermos, en los que veía el rostro de Cristo mismo.

El 3 de marzo de 1591 se encontró con un apestado abandonado en la calle y no dudó en cargarlo sobre sus hombros hasta el hospital. Se contagió, pero la enfermedad, que lo llevó a la muerte el 21 de junio (a los 23 años), no lo perturbó en absoluto, preparado como estaba para el encuentro con Dios: «Me estoy yendo feliz», decía a todos. En aquellos días escribió una carta a su madre, como un verdadero creyente en Cristo: «Madre ilustrísima, debes alegrarte mucho porque por mérito tuyo Dios me indica la verdadera felicidad y me libera del temor a perderlo. Te confiaré, oh ilustrísima señora, que, meditando sobre la bondad divina, el mar sin fondo y sin litoral, mi mente está extraviada. No llego a entender cómo el Señor mira mi pequeño y breve esfuerzo y me recompensa con el descanso eterno y desde el Cielo me invita a esa felicidad que yo hasta ahora he buscado con negligencia [...]. Oh, ilustrísima señora, guárdate de ofender la infinita bondad divina, llorando como muerto al que vive en la presencia de Dios [...]. Y tú, continúa asistiéndome con tu bendición materna, mientras estoy en el mar hacia el puerto de todas mis esperanzas».

Patrono de: jóvenes, estudiantes, pacientes con Sida