San Ignacio de Loyola
El 15 de agosto de 1534 él y otros seis compañeros, entre los cuales estaban los futuros santos Francisco Javier y Pedro Fabro, hicieron un voto en la capilla de Montmartre: nació así la que más tarde se convertiría oficialmente en la Compañía de Jesús
Antes de decidirse por la santidad y consagrar su vida a la mayor gloria de Dios, san Ignacio de Loyola (1491-1556) tuvo una juventud algo turbulenta. El gran protagonista de la Reforma católica era el último de los trece hijos de un matrimonio de la alta nobleza española, que lo había bautizado con el nombre de Iñigo. Quedó huérfano de madre poco tiempo después de sus nacimiento y de padre durante la adolescencia. Según las costumbres de la época estaba destinado a la carrera eclesiástica, pero mostró preferir la vida de caballero. Vivió durante once años en las tierras del ministro Juan Velázquez, entre comodidades, banquetes y lecturas de relatos de aventuras. Demostró ser hábil tocando y bailando, además de audaz en los torneos caballerescos, acabando incluso juzgado por algunos excesos durante el Carnaval.
Pasó después al servicio de un señor como caballero armado. Combatió valerosamente en la defensa de la fortaleza de Pamplona, al final conquistada por los franceses, recibiendo el golpe de una bala de cañón que le destrozó la pierna derecha. Era el 20 de mayo de 1521 e Iñigo tenía 30 años. Se recuperó tras dolorosísimas operaciones, pero la pierna herida quedó más corta que la otra, dejándole una cojera permanente. Aun así, la larga convalecencia se reveló providencial. Su cuñada le había dado para leer la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia, el Cartujano, y la Leyenda Dorada del beato Santiago de la Vorágine. Fue entonces cuando las aventuras de los caballeros empezaron a parecerle vanas y efímeras, con respecto a lo extraordinario de la vida de los santos. Decidió así convertirse en «soldado de Jesucristo». Fue al santuario de Montserrat y aquí, tras la confesión general y una vigilia dedicada a la Virgen, se despojó de sus vestiduras militares y las depuso delante de una imagen de la Virgen.
Se hizo penitente en Manresa, donde vivió un año, más o menos, entre un monasterio y una cueva. En este periodo recibió «una gran iluminación». Empezó a escribir meditaciones que después confluyeron en los Ejercicios espirituales, la célebre obra que Pio XI definirá cuatro siglos más tarde «el código espiritual más sabio y universal para dirigir las almas». Pero, ¿por qué el santo, que mientras tanto había asumido el nombre de Ignacio, escogió un título así? Lo explicó él mismo en la introducción: «Con este nombre de Ejercicios espirituales se entiende cualquier manera de examinar la conciencia, de meditar, contemplar, orar, vocal o mentalmente, y otras acciones espirituales […]. Porque, del mismo modo que pasear, caminar y correr son ejercicios corporales, así también todas las maneras de preparar y disponer al alma para eliminar todos los afectos desordenados y, una vez quitados, buscar la Voluntad Divina, en la disposición de la propia vida por la salvación del alma, se llaman Ejercicios espirituales».
Peregrinó a Tierra Santa, visitando los lugares en los cuales se cumplieron los misterios de la Redención, tan centrales en sus Ejercicios para ayudar al hombre a entrar en la lógica de Dios. Volvió a España, estudió en la universidad de París y fue precisamente en esta ciudad donde su vida dio otro giro. El 15 de agosto de 1534 él y otros seis compañeros, entre los cuales estaban los futuros santos Francisco Javier y Pedro Fabro, hicieron un voto en la capilla de Montmartre: nació así la que más tarde se convertiría oficialmente en la Compañía de Jesús. Su peculiaridad era el cuarto voto de obediencia especial al papa, vinculado a la promesa de ir a donde fuera que el Santo Padre hubiese ordenado para poder llevar el anuncio de Cristo. Una verdadera bonanza del cielo para la Iglesia, que en aquellos años estaba desgarrada por la herejía de Lutero, al cual los jesuitas respondieron fundando un colegio tras otro para formar a las nuevas generaciones católicas.
Ignacio, elegido por unanimidad primer prepósito general de la nueva orden religiosa, escribió las Constituciones, que reflexionaban sobre su vocación misionera y el principio de la acción militante al servicio de la Iglesia. Un principio bien resumido en su lema Ad maiorem Dei gloriam y en la llamada meditación de los Dos estandartes (contenida en los Ejercicios), que llama al hombre al necesario combate espiritual y a la elección entre el estandarte de Cristo, «sumo capitán y Señor Nuestro», y el de Lucifer, «mortal enemigo de la naturaleza humana». La elección, que vale para la eternidad y está incluida en el encarnar tres virtudes o, por el contrario, tres vicios, se cumple aquí y ahora.
Tras años de grave enfermedad murió en Roma, donde ya Pablo III había querido que se quedara mientras sus hermanos (eran ya alrededor de mil cuando murió) partían para varias misiones. Como se lee en la Autobiografía, dictada a un amigo sacerdote y escrita en tercera persona, el pensamiento de la muerte le suscitaba «mucho consuelo» en relación a la idea del gozo eterno de los bienes celestes, de los cuales había tenido un anticipo en la tierra: «En ocasiones veía a Dios Padre, en ocasiones a las tres Personas de la Trinidad y en ocasiones a la Virgen, que intercedía por él y lo tranquilizaba».
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