Santa Cecilia por Ermes Dovico

San Gregorio Barbarigo

Juan XXIII, en la homilía de la canonización, definió a san Gregorio Barbarigo como “el más grande imitador de san Carlos”

Santo del día 18_06_2020 Italiano English

Cuando en mayo de 1656 Roma fue golpeada por una terrible peste, san Gregorio Barbarigo (1625-1697) era sacerdote desde hacía solo cinco meses y aún no había cumplido 31 años. Sin embargo, Alejandro VII, que conocía bien sus virtudes, lo puso al frente de la comisión especial que organizó el socorro a las víctimas de la peste. Gregorio se dedicó en cuerpo y alma a esa misión, trabajando sobre todo en el barrio de Trastevere, donde había tenido origen la epidemia. Hasta el verano del año 1657, cuando terminó la epidemia, el santo visitó personalmente a los enfermos. Se ocupó de dar digna sepultura a los muertos y de coordinar las ayudas para las casas que habían sido cerradas debido al peligro de contagio, prestando especial atención a las viudas y a los huérfanos.

Esta caridad suya en el servicio no nacía de la nada. Nacido en una noble familia veneciana, a la edad de dos años quedó huérfano de madre, que murió a causa de la peste. El padre, senador de la República de Venecia, era un ferviente católico y recitaba el oficio de la Virgen María todos los días, junto con su hijo. En el año 1643, después de haberse formado en ciencias bélicas y diplomacia, se fue a Alemania. Permaneció allí durante tres años para participar en las complejas negociaciones que llevaron a la firma de la Paz de Westfalia unos años más tarde, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Fue en suelo alemán donde conoció al obispo Fabio Chigi, futuro Alejandro VII. Posteriormente, cuando este último, con la peste de Roma en su última etapa, le ofreció a Gregorio el cargo de obispo de Bérgamo, el joven sacerdote le pidió al pontífice que primero le permitiera celebrar una Misa para pedir consejo a Dios y saber de Él mismo si aceptar o no el muy alto ministerio al que se le llamaba.

El 29 de julio de 1657 fue ordenado obispo de Bérgamo. Hizo dar a los pobres el dinero que había sido previsto para su recibimiento. Más tarde, queriendo imitar el ejemplo de san Carlos Borromeo (1538-1584), vendió todos sus bienes y distribuyó lo recaudado a los necesitados. Aumentó la difusión de la prensa católica, privilegiando los escritos de san Francisco de Sales (1567-1622). Cuidó diligentemente la enseñanza del Catecismo, considerando fundamental transmitir las verdades de la fe a los cristianos de todas las edades. Tenía un gran amor por la Eucaristía y ordenó al portero del palacio episcopal que lo despertara a cualquier hora de la noche en caso de necesidad de alguna persona enferma. “¡Es mi deber, y no puedo hacerlo de otro modo!”, respondió en una ocasión a su médico, que le rogaba que no se fatigara demasiado con las visitas. Por todas estas obras, algunos milaneses llegaron a decir a sus amigos de Bérgamo: “Nosotros tenemos un santo cardenal muerto, san Carlos Borromeo, pero vosotros tenéis un obispo vivo”.

Fue Alejandro VII quien quiso convertirlo en cardenal y en 1664 lo envió como obispo a Padua, donde guió la diócesis durante treinta y tres años, hasta su muerte. Consciente de la necesidad de tener sacerdotes bien formados, fundó el Seminario de Padua, que llegó a ser uno de los mejores de Europa por la calidad de la enseñanza teológica, anclada a la Tradición. Participó en cuatro cónclaves, y en dos estuvo entre los principales papables. Murió el 18 de junio de 1697 después de su enésima visita pastoral, cuando toda la diócesis de Padua estaba diseminada de escuelas de doctrina católica. Beatificado en 1761, fue proclamado santo por un papa que era devoto de él desde su juventud, san Juan XXIII, el cual, en la homilía de la canonización, definió a san Gregorio Barbarigo como “el más grande imitador de san Carlos”.