San Fidel de Sigmaringa
Fue martirizado por los calvinistas después de haber convertido a muchos de ellos a la verdadera fe.
«Si me matan, aceptaré con gozo la muerte por amor de Nuestro Señor. La consideraré una gracia»: esto es lo que les dijo a sus hermanos san Fidel de Sigmaringa (1577-1622), martirizado por los calvinistas después de haber convertido a muchos de ellos a la verdadera fe. En el siglo Marcos Rey, se formó estudiando en fases distintas filosofía y derecho en Friburgo, en Alemania, donde también enseñó durante un breve tiempo. Desde que era estudiante ya era conocido por su modestia, mansedumbre y castidad. Llevaba un cilicio y pasaba horas de rodillas ante el Santísimo Sacramento. En 1604, acompañado por tres nobles suabos de los que era preceptor, inició un viaje que duró seis años, durante el cual atravesó las principales ciudades europeas, visitando las iglesias y llevando consuelo a los enfermos en los hospitales. A su vuelta se detuvo en Alsacia, donde durante algunos meses defendió gratuitamente a los pobres, mereciendo el apelativo de «abogado de los pobres».
Cuando tenía unos 34 años, desengañado por el mal que constataba en gran parte de la justicia terrenal, dejó todo y entró en un convento de frailes capuchinos. El superior le impuso el nombre religioso de Fidel, inspirándose en un pasaje del Apocalipsis: «Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida» (Ap 2, 10). Ordenado sacerdote, inmediatamente inició una intensa predicación para llevar de vuelta a la Iglesia a los seguidores de Zuinglio y de Calvino: diversas almas se convirtieron, convencidas del humilde y profundo conocimiento teológico de Fidel y de su fervor religioso. La Inquisición le confió el encargo de predicar en el cantón de los Grisones, donde se estaba extendiendo a gran velocidad el protestantismo. Las conversiones que llevó a cabo el santo, que encabezaba una misión con otros ocho capuchinos, causaron las reacciones furibundas de los calvinistas, que empezaron a acusar a Fidel de ser un agente al servicio de los Habsburgo, defensores del catolicismo.
El 24 de abril de 1622, el sacerdote celebró la Misa y, después, predicó en la aldea suiza de Gruesch donde, de repente, se quedó en silencio mirando en éxtasis el cielo. Comprendió que había llegado el momento de su martirio y escribió su profecía: P. Fidelis, prope diem esca vermium, «Padre Fidel, en breve alimento para los gusanos». Ese mismo día se dirigió a la ciudad cercana de Seewis y sus compañeros observaron en él una alegría particular. En el sermón que pronunció en la iglesia de Seewis exhortó a los católicos a permanecer firmes en la fe y animó a los protestantes a la conversión: uno de estos le disparó con su mosquetón, sin alcanzarle. El santo no se inmutó, pero en el camino de vuelta a Gruesch le detuvo una veintena de soldados calvinistas, que le conminaron a renegar de la fe católica: «Me han invitado a refutar vuestra herejía, no a abrazarla. La religión católica es la fe eterna, no le tengo miedo a la muerte».
Fidel recibió un golpe de espada en el craneo, pero aún tuvo tiempo de ponerse de rodillas, invocar a Jesús y María y pedir a Dios el perdón para su enemigos. Otro golpe de espada lo dejó en medio de un charco de sangre y los herejes calvinistas se ensañaron con su cuerpo apuñalándolo reiteradamente. A la cabeza del grupo había un pastor protestante, que seguidamente se convirtió, abjurando públicamente del calvinismo y siendo acogido en la Iglesia. San Fidel había dejado escrito en su testamento espiritual lo siguiente: «Hoy en día, ¿qué es lo que induce a los cristianos a abandonar las empresas fáciles, a renunciar a las comodidades, a soportar las pruebas, a vivir una vida de aflicción? La fe que actúa mediante la caridad. Es la fe la que ha empujado a los cristianos a renunciar a los bienes presentes en vista de una esperanza de bienes futuros y para recibir, a cambio de los bienes presentes, los bienes del mundo futuro».