San Claudio de la Colombière
Fue confesor de santa Margarita M. Alacoque. Se dedicó incansablemente, tanto por escrito como verbalmente, a difundir la devoción al Sagrado Corazón de Jesús
«Yo te mandaré un siervo mío, fiel y amigo perfecto», le había prometido Jesús a Margarita María Alacoque, la santa de las extraordinarias revelaciones del Sagrado Corazón y de las gracias vinculadas a la devoción de los primeros viernes de mes, que entonces vivía atormentada porque no la creían. Ese hombre de la Providencia fue Claudio de la Colombière (1641-1682), que en 1675 fue elegido superior de la casa de los jesuitas en Paray-le-Monial, y que se convirtió en el confesor del cercano monasterio de la Visitación, donde estaba Margarita. El santo había hecho hacía poco la profesión solemne, al final del periodo de la “tercera probación” sabiamente establecido por san Ignacio de Loyola. Durante su retiro espiritual había escrito: «Pido a Dios que me haga saber lo que debo hacer para servirle y para purificarme».
Tercero de seis hijos, cuatro de los cuales eligieron la vida religiosa, había nacido en un pueblo francés, en una familia profundamente cristiana. A los 17 años se trasladó a Aviñón para iniciar el noviciado en la Compañía de Jesús; en su espíritu se alternaban periodos de alegría con periodos de aridez vinculados al desapego de los afectos y del mundo. Escribió: «Jesucristo ha prometido el ciento por uno, y puedo decir que nunca he hecho nada sin haber recibido, no ciento en cambio de uno, sino mil veces más respecto a lo que había abandonado». Su talento empujó al superior general a enviarlo a París para estudiar teología, donde gracias a su capacidad intelectual y virtudes morales fue notado por Colbert, el economista y entonces ministro de Finanzas (durante el reinado de Luis XIV), que lo contrató como preceptor de sus hijos. Mientras tanto el santo luchaba contra su amor propio, ofreciéndose continuamente a Dios.
Después de ser ordenado sacerdote, completó el camino ignaciano en Lyon y el 2 de febrero pronunció los votos solemnes. A continuación fue destinado a Paray-le-Monial: sus superiores lo eligieron precisamente porque, teniendo conocimiento de las visiones de Margarita María Alacoque (1647-1690), consideraron que era, por piedad y prudencia, la persona adecuada para esa situación delicada. Cuando el santo se presentó ante las visitandinas, la joven religiosa oyó una voz interior: «¡Mira quién te mando!». El jesuita se convirtió en su padre espiritual y comprendió que a esa alma le habían sido concedidos dones místicos auténticos. Durante una Misa, Margarita vio el Sagrado Corazón como un horno ardiente y, dentro, el corazón de los dos santos: «Es así que mi amor puro -le dijo Jesús - une a estos tres corazones para siempre. Esta unión está destinada a la gloria de mi Sagrado Corazón. Quiero que tú descubras sus tesoros, él dará a conocer su precio y utilidad. A este fin, sed como hermano y hermana, compartiendo igualmente los bienes espirituales».
Claudio acogió con humildad cada revelación que le concernía y se dedicó incansablemente, tanto por escrito como verbalmente, a difundir la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Le pidió a Margarita que escribiera sus experiencias místicas, salvó a muchas almas de los peligros de la herejía jansenista que alejaba a los fieles de los Sacramentos y no se desanimó ante las dificultades que le habían sido preanunciadas por el Señor a través de Margarita: «Dirígete a mi siervo Claudio y dile […] que quien desconfía de sí mismo para confiar sólo en Mí es omnipotente». Tras permanecer 18 meses en Paray, recibió la orden de partir para Londres como capellán de la duquesa de York, María Beatriz de Este, ferviente católica.
También en Inglaterra obró maravillas, consiguiendo convertir a muchos a la Iglesia. Fue en esa época cuando el protestante Titus Oates mintió hablando de una «conspiración papista» contra el rey, que el parlamento creyó ser verdad: numerosos católicos inocentes fueron condenados a muerte y Claudio fue arrestado por «proselitismo religioso». Cuatro años antes se había visto a sí mismo «cubierto de hierros y cadenas, arrastrado a la prisión, acusado y condenado por haber predicado a Jesús crucificado». El encarcelamiento afectó mucho a su salud, debilitada por una tuberculosis incipiente; sin embargo, gracias a la intervención de Luis XIV fue liberado y volvió a Francia en 1679. Dos años después, en invierno, volvió a Paray-Le-Monial. Pocas semanas más tarde, el 15 de febrero de 1682, falleció. Esto es lo que dijo santa Margarita a quienes lloraban por su muerte: «Dejad de llorar. Invocadlo con toda vuestra confianza, porque él puede auxiliarnos».
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