San Chárbel Makhlouf
El gran taumaturgo y ermitaño libanés san Chárbel Makhluf (1828-1898) era el quinto hijo de dos campesinos, que lo llamaron Youssef Antoun (José Antón)...
El gran taumaturgo y ermitaño libanés san Chárbel Makhluf (1828-1898) era el quinto hijo de dos campesinos, que lo llamaron Youssef Antoun (José Antón). Se quedó huérfano de padre con solo tres años. La madre se volvió a casar dos años después con un hombre de gran religiosidad que lo acostumbró a rezar todos los días. Cuando era un muchacho empezó a ocuparse del ganado y manifestó una inclinación por la vida contemplativa. Como cuenta la periodista Patrizia Cattaneo, autora de algunos libros sobre el santo, le decía a su vaca: “Espera que termine de rezar, porque no puedo hablar contigo y con Dios al mismo tiempo. Él tiene la precedencia”. Con 22 años huyó de casa y empezó el noviciado en la Orden libanesa maronita, la más antigua de la Iglesia católica de rito maronita: en honor de un mártir antioqueno, eligió el nombre de Chárbel, que significa “historia de Dios”.
Estudió filosofía y teología bajo la dirección erudita de Nimatullah Youssef Kassab, también canonizado. Fue ordenado sacerdote en 1859. Entonces volvió al monasterio de San Marón en Annaya, donde tiempo antes había pronunciado los votos perpetuos, y vivió en total obediencia a sus superiores. Su vida cotidiana era algo fuera de lo común. Ayunaba y velaba incesantemente, arrodillado durante horas ante el Santísimo. La misa era el centro de sus días y la preparaba con mucho esmero. Del monasterio salía solo por orden de los superiores para visitar a los enfermos o administrar los sacramentos. Como sentía necesidad de un mayor recogimiento con Dios, en 1875 pidió permiso para retirarse en un eremitorio perteneciente al monasterio. Allí pasó los últimos 24 años de su vida terrenal, muriendo en olor de santidad la Nochebuena de 1898, después de ocho años de agonía como consecuencia de un ictus que lo sorprendió cuando estaba elevando la Hostia y el cáliz consagrados.
Un líquido milagroso
De la fosa en la que fue enterrado pronto empezó a aparecer por la noche una luz muy intensa, visible en todo el valle, que atrajo a una multitud de personas. Por temor de que su cuerpo pudiera ser robado, los monjes decidieron trasladarlo a una capilla dentro del monasterio. Entonces es cuando comprobaron que el cuerpo estaba todavía incorrupto: desprendía un líquido rojizo que poseía propiedades milagrosas, y siguió saliendo durante 79 años, hasta 1977, cuando Chárbel fue proclamado santo. El médico Georges Chokrallah, entre los testigos en el proceso de beatificación, dijo: “Empujado por la curiosidad científica, he intentado descubrir el secreto de ese cuerpo y ese líquido. Después de haberlos examinado durante alrededor de 17 años, dos o tres veces al año, mi opinión personal, basada en el estudio y la experiencia, es que estaban impregnados de una misteriosa fuerza sobrenatural”.
Peregrinos de varias religiones
Se comprobó un singular aumento de las curaciones en la reapertura del ataúd ante una comisión de tres médicos en 1950, en pleno Año Santo, que atrajo a numerosos peregrinos no solo cristianos. “Me han citado casos de ciegos curados, jorobados enderezados, paralíticos que recuperan el uso de los miembros dirigiéndose a rezar a la cripta y frotando la pared de la tumba. Y lo que es aún más notable: no solo fueron bendecidos con sus milagros los cristianos, sino también los musulmanes. Corrió la voz por todo el Islam y los enfermos acudieron de todas partes para rezar en Annaya. Yo mismo estuve en la montaña de Djebail. El espectáculo era extraordinario”, escribió en esa época monseñor Nasri Rizcallah, relatando las varias conversiones que acompañaron las curaciones físicas.
En la homilía para la canonización de Chárbel, Pablo VI dijo: “El espíritu de la vocación eremítica que se manifiesta en el nuevo Santo, lejos de pertenecer a un tiempo pasado, nos parece muy importante, tanto para nuestro mundo como para la vida de la Iglesia. La vida social de hoy se caracteriza a menudo por la exuberancia, la excitación, la búsqueda insaciable de la comodidad y el placer, unida a una creciente debilidad de la voluntad: no recuperará su equilibrio si no aumenta el dominio de sí misma, de ascesis, de pobreza, de paz, de sencillez, de interioridad, de silencio […]. Para salvar al mundo, para conquistarlo espiritualmente, es necesario, como quiere Cristo, estar en el mundo, pero sin pertenecer a todo lo que en el mundo aleja de Dios. El ermitaño de Annaya nos lo recuerda hoy con una fuerza incomparable”.