San Celestino V
Había consagrado su existencia a Dios, viviendo buena parte del tiempo como ermitaño
Antes de la increíble sucesión de hechos que llevaron a su elección como pontífice, cuando ya tenía 85 años, san Celestino V (c. 1209-1296), en el siglo Pietro Angeleri di Murrone, llamado Pietro da Morrone, había consagrado su existencia a Dios, viviendo buena parte del tiempo como ermitaño.
Penúltimo de los doce hijos de dos campesinos, Pedro mostró atracción por la vida ascética desde su juventud. Después de una experiencia en una abadía benedictina, se orientó por la contemplación de Dios en la soledad: pasó de una ermita a otra y, cuando ya tenía unos treinta años, se retiró a una cueva en el monte Morrone (de ahí el nombre que le dieron los contemporáneos). Interrumpió su vida de ermitaño solo para prepararse al sacerdocio en Roma. Después de la ordenación sacerdotal, reanudó su vida contemplativa en las montañas.
Su fama de santidad atrajo a varios discípulos. Por ello, el buen Pedro decidió fundar una congregación, cuyos miembros fueron originalmente conocidos como los “hermanos del Espíritu Santo” (llamados así por una de las ermitas que él fundó) y que, tras la canonización de su fundador, fueron llamados “celestinos”. Urbano IV dio la primera aprobación de la nueva comunidad en el 1263, reconociéndola como una rama de la Orden Benedictina. En invierno, diez años después, en vista del segundo concilio de Lyon (en el que también se proponía limitar la proliferación de nuevos institutos religiosos), Pedro se trasladó a pie a la ciudad francesa para hablar con Gregorio X. El papa no solo confirmó la congregación, sino que le pidió al santo que celebrara la Misa ante los otros Padres del Concilio porque «ninguno era más digno».
Su congregación se expandió hasta contar con alrededor de 600 miembros, entre monjes y oblatos, divididos en decenas de monasterios. Pedro, que llegó a hacer cuatro cuaresmas al año, dirigió a sus discípulos todo el tiempo que pudo. Alrededor de 1280, ya avanzado en edad, confió el timón a un hermano y volvió a vivir como un ermitaño entre la Majella y el Morrone. Parecía que su vida terrenal iba a terminar en esas montañas y, en cambio, aún debía ocurrir algo impensable. El 4 de abril de 1292 murió Nicolás IV y, en el mismo mes, se reunió el cónclave, entonces compuesto por solo 12 cardenales, para la elección del nuevo papa. Primero, las divisiones entre los purpurados y, posteriormente, una epidemia de peste que causó la muerte de uno de los cardenales hicieron que el cónclave se prolongara de manera desmesurada: dos años después, la sede pontificia seguía vacante. En esa situación llegaron las presiones por parte de Carlos II de Anjou, que necesitaba el aval papal para un acuerdo con el rey aragonés.
Pedro escribió personalmente al decano del colegio cardenalicio, profetizando graves castigos divinos si no elegían al papa en breve. Finalmente, los cardenales se pusieron de acuerdo en su nombre. Enviaron mensajeros al Morrone para obtener el “sí” de Pedro, quien, como informó uno de ellos, vestía «una túnica burda» y apareció como «un anciano, atónito y vacilante ante tan buenas noticias». Con visible sufrimiento, después de habérsele escuchado decir que habría cometido un pecado mortal en caso de rechazo, el ermitaño comunicó que aceptaba el cargo. El 29 de agosto de 1294 recibió la tiara papal y asumió el nombre de Celestino V. Su pontificado, inmediatamente influenciado por la injerencia de Carlos II de Anjou y por algunos hombres de la curia, desinteresados por los bienes eternos, duró solo tres meses y medio.
Además de la concesión del “Perdón”, una indulgencia precursora del Jubileo, Celestino, catapultado a los 85 años a una situación mucho más grande que él, tomó algunas decisiones poco afortunadas. Pero se dio cuenta del desorden que reinaba en la Iglesia: «Dios mío, mientras reino sobre las almas, aquí estoy perdiendo la mía», dijo desconsolado. Preguntó si era posible, por razones legítimas en el derecho canónico, la renuncia al ministerio petrino: le respondieron que sí y, el 13 de diciembre de 1294, leyó su renuncia. Por esta razón, buena parte de la crítica ha identificado en él al personaje descrito por Dante («aquél que hizo, por vileza, el gran rechazo»), pero es evidente que Celestino actuó con un espíritu de verdadera humildad y por amor a la Iglesia. Vivió los últimos meses recluido en un castillo, porque su sucesor Bonifacio VIII temía que sus propios rivales pudieran impugnar la abdicación de Celestino y servirse de él para un cisma. Regresó a la casa del Padre entonando los Salmos. Su causa de canonización fue puesta en marcha por el propio Bonifacio VIII. Y se concluyó - después de escuchar a cientos de testigos - bajo Clemente V, quien en 1313 lo proclamó santo.