San Bernardo de Claraval
Bernardo intervino en las más graves cuestiones de su tiempo, que corrían el riesgo de poner en peligro a la Iglesia. Mantenía viva su humildad meditando sobre los dolores de María y los misterios de la Pasión de Jesús
En 1112 la Orden cisterciense, fundada catorce años antes en una zona pantanosa y entonces dirigida por san Esteban Harding, corría el serio peligro de desaparecer debido a las grandes dificultades que tenía para atraer nuevas vocaciones hacia la austeridad de vida típica de la abadía de Citeaux. Sin embargo, la mañana de Pascua de ese año un carismático chico de 22 años, que después sería conocido por todo el mundo como Bernardo de Claraval (c. 1090-1153), se presentó en Citeaux a la cabeza de una treintena de compañeros - entre amigos, hermanos y otros familiares de extracción noble - pidiendo poder vestir el hábito cisterciense. Había sido el mismo Bernardo, después de haber completado sus estudios, quien preparó a los aspirantes a monjes en los seis meses precedentes, retirándose junto a ellos en una casa paterna y trasmitiéndoles la belleza de la vida consagrada enteramente a Dios. Su entrada en los cistercienses fue una sobreabundancia de gracia que revitalizó la Orden, marcando un avance histórico.
Apena tres años después de la llegada a Citeaux, donde vivió en perfecto espíritu de oración y penitencia, Bernardo fue enviado por Esteban Harding a la provincia de Champagne para fundar una nueva abadía en un vasto claro, rico en agua y madera. Junto a él partieron 12 compañeros: a este claro le dieron el nombre de Clairvaux, Claraval, construyendo el monasterio con sus propias manos. Bernardo fue el primer abad y ejerció ese cargo durante treinta y ocho años, hasta su muerte, cuando la abadía de Claraval - que se había convertido en el corazón pulsante de una espectacular renovación espiritual - contaba con 700 religiosos y el santo había fundado en total de 68 monasterios. A la luz de estos hechos, Alejandro III, el papa que lo canonizó en 1174, afirmó: «Podemos decir que no hay nadie, en toda la cristiandad, que desconozca los frutos que él ha traído a la casa de Dios con su palabra y su ejemplo».
Bernardo intervino en las más graves cuestiones de su tiempo, que corrían el riesgo de poner en peligro a la Iglesia. Recorrió Europa para sostener la legitimidad del papa Inocencio II, combatido por Pietro Pierleoni (el antipapa Anacleto II), predicó en favor de la segunda cruzada, combatió las herejías y, en particular, las tesis de Arnaldo de Brescia y Pedro Abelardo. De este último dijo: «Cuando habla de la Trinidad, recuerda a Arrio; cuando lo hace de la gracia, a Pelagio; y cuando habla de la persona de Cristo, a Nestorio». Compuso una gran cantidad de letras y obras que han tenido una notable influencia en la historia del cristianismo hasta merecerle la proclamación de Doctor de la Iglesia (bajo Pío VIII, en 1830) y el título de Doctor Mellifluus. Aún así, a pesar de la autoridad moral y el carisma que le eran reconocidos, mantuvo siempre una profunda humildad, ya que le guiaba el deseo de obrar por la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas.
Mantenía viva su humildad meditando sobre los dolores de María y los misterios de la Pasión de Jesús. En una de sus obras más importantes, De diligendo Deo, explicaba cómo alcanzar las cimas del amor de Dios, pasando humildemente a través de cuatro grados. El más alto de estos y el más difícil de conseguir («no sé si en esta vida es posible conseguir el cuarto grado», escribía) es el amor de sí mismo para Dios: «Es decir, aquel en el que el hombre se ama a sí mismo solo para Dios. […] Entonces, admirablemente, casi se olvidará de sí mismo, casi se abandonará a sí mismo para darse todo a Dios, tanto como para convertirse en un espíritu solo con Él. Yo creo que el profeta sintió esto cuando dijo: Entraré en la potencia del Señor y me acordaré solo de Tu justicia».
De su cristocentrismo desciende su riquísima doctrina mariana. Por la inmensa fe que tenía en su protección materna, exhortaba a rezar siempre a la Virgen, camino seguro hacia Dios: «En los peligros, en las angustias, en las incertidumbres, piensa en María, invoca a María. Que ella no se aleje nunca de tus labios, que no se aleje de tu corazón; y para conseguir la ayuda de su oración, no te olvides nunca el ejemplo de su vida. Si la sigues, no puedes desviarte; si le rezas, no te puedes desesperar; si piensas en ella, no te puedes equivocar. Si ella te sostiene, no caerás; si ella te protege, nada tienes que temer; si ella te guía, no te cansarás; si ella es propicia, llegarás a la meta…».
Para saber más:
Doctor Mellifluus, encíclica de Pío XII sobre san Bernardo