San Antonio abad
Muy popular durante su vida terrenal, la fama del santo se convirtió en imperecedera gracias a la Vida de Antonio escrita por san Atanasio, que le conocía bien y podía afirmar: «Hombres como él, aun obrando a escondidas, aun deseando no ser visto, el Señor los muestra a todos como una lámpara»
Para el combate espiritual es de gran ayuda la enseñanza de san Antonio abad (251-356), ese gigante de santidad que, a pesar de querer vivir siempre oculto, se convirtió en el fundador del monaquismo cristiano; el primer Padre del desierto alrededor del cual se reunieron grupos de monjes para consagrarse a Dios guiados por él. Es venerado como el primer abad precisamente porque, para los anacoretas que siguieron su ejemplo, Antonio era el abbà, su padre espiritual. Muy popular durante su vida terrenal, la fama del santo se convirtió en imperecedera gracias a la Vida de Antonio escrita por san Atanasio (c. 295-373), el gran obispo de Alejandría de Egipto, que le conocía bien y podía, por tanto, afirmar: «Hombres como él, aun obrando a escondidas, aun deseando no ser visto, el Señor los muestra a todos como una lámpara».
Antonio nació en Egipto de una familia acomodada que le dio una educación cristiana. Cuando tenía 18-20 años, tan sólo seis meses después de la muerte de sus padres, mientras meditaba sobre los apóstoles que habían dejado todo para seguir al Señor, entró en una iglesia en el momento en el que se leía el famoso pasaje: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo- y luego ven y sígueme» (Mt 19, 21). Vendió sus bienes, distribuyó la suma conseguida por la venta a los necesitados, guardando sólo una parte, modesta, para su hermana más pequeña. Pero, de nuevo en la iglesia, oyó esta otra advertencia divina: «No os agobiéis por el mañana». Entonces dio lo poco que le quedaba, confió a su hermana a unas vírgenes consagradas y empezó a vivir como un asceta en las afueras de su pueblo. En cuanto sabía de otros sabios que se habían entregado a la vida solitaria iba a conocerles, adoptando una virtud de cada uno de ellos, como la templanza, la perseverancia en el ayuno y la oración.
Iniciaron a manifestarse, con una fuerza mayor de lo habitual, las más variadas tentaciones (vinculadas a los bienes terrenales, a los afectos, a los placeres del cuerpo) a través de las cuales el diablo intentó que abandonase esa vida consagrada a Dios. Se confió con otros anacoretas que le aconsejaron resistir y separarse aún más del mundo. Entonces, eligió como refugio un sepulcro excavado en la roca, al que un amigo solía llevarle algo de pan; pero los ataques de Satanás -temeroso de que el ejemplo de este nuevo santo se difundiera- siguieron día y noche. En lo más álgido de la lucha, que llegó al dolor físico, Antonio tuvo el consuelo de una visión divina a la que interrogó así: «¿Dónde estabas? ¿Por qué no has aparecido desde el principio, para liberarme de mis sufrimientos?». La voz celeste le respondió: «Yo estaba aquí, Antonio, pero quería ver tu lucha. Puesto que te has enfrentado y no has sido derrotado, yo siempre seré tu ayuda y te haré famoso en todas partes».
Para explicar cómo discernir los espíritus recordaba que las visiones celestes, al contrario de las demoniacas a las que combatía in primis con el signo de la cruz, disolvían la turbación «como hizo el gran arcángel Gabriel con María y Zacarías». Supo por una visón del principio de ora et labora y, así, a la oración constante le añadió el trabajo, que podía consistir en hacer cestas o cultivar un pequeño trozo de tierra, como hizo en el monte del desierto de la Tebaida, donde se retiró en la última fase de su larga vida. Con anterioridad había pasado casi veinte años en un fortín abandonado (donde recibía, dos veces al año, las provisiones de pan), antes de que personas deseosas de imitar su vida ascética lo sacaran derribando las puertas. Gran conocedor de las Sagradas Escrituras, enseñaba que estas son la primera brújula para el cristiano, que tiene que acompañarlas con la tradición de los Padres y la exhortación a permanecer firmes en la fe en Cristo.
Conoció, admiró y enterró al más anciano Pablo de Tebas (hecho narrado por san Jerónimo), venerado por la Iglesia como el primer eremita; tuvo como discípulos a san Macario el Grande (300-390) y san Pacomio (292-348), y aconsejó a san Hilarión de Gaza (291-371); todos ellos, de maneras distintas, contribuyeron a dirigir el monaquismo hacia la vida en común en los monasterios, es decir, el cenobitismo.
A veces dejaba temporalmente la soledad por cuestiones decisivas: fue a Alejandría para consolar a los cristianos perseguidos por Maximino Daya, dejando a los jueces imperiales asombrados por su temple; en otra ocasión, por invitación de Atanasio, que combatía contra la herejía arriana, exhortó a los cristianos a permanecer fieles al Credo de Nicea. En más de una ocasión, algunos filósofos paganos fueron a verle con la intención de mofarse de él por su fe en un Dios crucificado, pero volvían maravillados por su sabiduría; Antonio, a pesar de no tener estudios literarios, desmontaba sus argumentaciones y los instruía en las razones de la fe cristiana. También Constantino y sus hijos, atraídos por su fama de maestro y taumaturgo, le escribieron pidiéndole consejo; y él, con gran humildad, respondió sólo porque se lo pidieron los monjes, y les recordó que Cristo es el único y verdadero Rey, instándoles a pensar en la salvación y a comportarse con justicia.
Como padre que tendía a los bienes celestiales, consciente del amor de Cristo crucificado y, al mismo tiempo, de la envidia de Satanás y de su desprecio por los hombres, advertía a los pecadores exhortándoles a la conversión, igual que los justos no deben cometer el error de abandonar la recta vía: «Cada uno será llamado a juicio por esto: si habrá custodiado la fe (2 Tm 4, 7) y si habrá respetado los mandamientos».
Patrón de: los monjes, los cesteros, los carniceros, los animales domésticos; se le invoca contra el herpes zoster
Para saber más: Vita di Antonio, de san Atanasio