San Agustín
Explicó que fe y razón son «las dos fuerzas que nos llevan al conocimiento» y resumió su pensamiento en dos fórmulas célebres: «Creer para comprender» (Crede ut intelligas), porque el acto de fe ilumina el camino del hombre en su búsqueda de la verdad; y, a la vez, «comprender para creer» (Intellige ut credas)
Uno de los genios más grandes de la historia del pensamiento, el escritor eclesiástico más citado en el Catecismo, el hombre de fe capaz de llevar a Cristo una cantidad innumerable de personas y uno de los primeros cuatro doctores de la Iglesia hubiera sido un montón de talento desperdiciado si no hubiera aceptado acoger la Gracia de Dios. Esta se manifestó a través de un concurso de santos, empezando por su madre, santa Mónica (331-387), que ofreció oraciones continuas por la conversión de su hijo, cuyas semillas ella ya había plantado con la educación que le dio. San Agustín (354-430) escribió en Las Confesiones: «Este nombre de mi Salvador, tu Hijo, mi tierno corazón de niño lo había bebido con piedad ya con la leche materna misma y lo retenía en lo más profundo, y todo cuanto hubiera sido sin ese nombre, por muy erudito, refinado y verdadero que fuera, no me arrebataba del todo».
Agustín pasó su juventud moviéndose, por motivos de estudio y trabajo, entre su Tagaste natal (Argelia) y Cartago (Túnez). Fue precisamente mientras estudiaba retórica en Cartago cuando conoció a la mujer que fue su concubina durante quince años, con la que tuvo, cuando apenas tenía 18 años, a su hijo Adeodato. En ese periodo las pasiones de la carne, la embriaguez del éxito literario y el deseo de sobresalir tomaron el control de su vida. Su inquieta búsqueda de la verdad hizo que, en un principio, se acercara el maniqueísmo, una religión dual que veía erróneamente también en el Mal - y no solo en el Bien - un principio divino originario llegando, así, a negar la libertad del hombre. Sus seguidores, que en público alardeaban de perfección, acababan abandonándose a todo tipo de pecado.
Durante mucho tiempo fue uno de los mayores exponentes del maniqueísmo, si bien nunca recibió la iniciación. Al mismo tiempo, se sentía atravesado por pensamientos casi opuestos relacionados con las Sagradas Escrituras: por un lado, encontraba absurdos algunos pasajes y definía la fe de su madre como «una superstición pueril» y, por el otro, consideraba que las argumentaciones de los maniqueos contra la Iglesia eran muy flojos. Fue él quien, más tarde, resumirá la verdad de la Biblia con nueve palabras latinas: Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet («El Nuevo Testamento está oculto en el Antiguo, mientras que el Antiguo está revelado en el Nuevo»). Su desencanto con el maniqueísmo alcanzó su culmen en el año 383, cuando pudo conocer a su líder que, a sus preguntas, respondió con una retórica vacía. Sin embargo, no abandonó enseguida esa religión y ese mismo año se trasladó a Roma para impartir la docencia. Seguidamente le concedieron una cátedra en Milán gracias a la intervención de Quinto Aurelio Simmaco, un pagano que confiaba en la oratoria de Agustín para obstaculizar la fama del obispo Ambrosio (340-397). Obtuvo el efecto contrario. La sabiduría bíblica de Ambrosio y su afable humildad alejaron, poco a poco, a Agustín del error.
Lentamente empezó a comprender que la verdad que tanto había buscado no era un objeto que había que dominar, sino una Persona divina que había que aceptar, que se había encarnado entre los hombres en la plenitud de los tiempos y que había dicho de sí misma: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Jesucristo. Pasó otros tres años fluctuando debido a su incapacidad de liberarse de las pasiones, pero su búsqueda estuvo sostenida, también, por la llegada a Milán de su madre (385) y del anciano sabio san Simpliciano. En el 386, en el ápice de su combate espiritual, oyó que la voz de un niño o una niña canturreaba una cantilena inaudita: «Toma y lee» (Las Confesiones VIII, 12). Comprendió que era una llamada divina. Abrió al azar un libro con las cartas de san Pablo y sus ojos se posaron sobre un pasaje (Rm 13, 13-14) que exhorta a no seguir los deseos de la carne y a revestirse de Jesucristo. Fue la chispa definitiva para su conversión, a la que siguió un retiro, espiritualmente muy rico, en Cassiciaco.
El 25 de abril del 387, durante la Vigilia pascual, Agustín recibió el bautismo de manos de Ambrosio. Cuatro meses más tarde, en Ostia, murió santa Mónica, es decir, aquella «que me concibió en la carne, para nacer a esta vida temporal, y en el corazón, para la luz eterna». Siguió la vuelta a África, la vida en común con amigos dedicados a la oración y la penitencia, la ordenación sacerdotal con la aclamación del pueblo, la fundación de un monasterio que se convirtió en una fábrica de vocaciones para la Iglesia africana, la ayuda al anciano obispo Valerio y, después, la sucesión como obispo de Hipona (395-430). Confutó admirablemente las herejías del donatismo, el pelagianismo y el arrianismo, además del maniqueísmo. Abordó la relación entre libertad y Gracia y, también, la cuestión del mal, que no es un principio originario sino la «ausencia», la privación del Sumo Bien (Dios), debida a la rebelión de Satanás y, más tarde, a la desobediencia del hombre.
Explicó que fe y razón son «las dos fuerzas que nos llevan al conocimiento» y resumió su pensamiento en dos fórmulas célebres: «Creer para comprender» (Crede ut intelligas), porque el acto de fe ilumina el camino del hombre en su búsqueda de la verdad; y, a la vez, «comprender para creer» (Intellige ut credas), puesto que la recta razón ayuda a descubrir el principio y alcanzar el fin último, que coinciden en Dios. Mientras los vándalos empezaban el asedio de Hipona, Agustín entraba en el reino de Aquel al que había descrito así: «¡Tarde te amé, Belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro y yo fuera, y allí te buscaba, pero me precipitaba, deforme, hacia estas cosas hermosas que tú hiciste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, de no estar en ti, no serían. Me llamaste y me gritaste y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste y ahuyentaste mi ceguera. Exhalaste tu fragancia y respiré, y ahora suspiro por ti. Gusté de ti y ahora desfallezco de hambre y de sed de ti».
Para saber más:
Ad salutem humani, encíclica de Pío XI por el 15 centenario de la muerte de san Agustín