San Atanasio por Ermes Dovico
NOTAS PARA LOS CARDENALES/7

Respetar el derecho para garantizar la justicia y evitar el absolutismo

En el último pontificado ha triunfado la arbitrariedad. Es necesario restablecer el ejercicio justo de la autoridad, anclándolo de nuevo en el derecho divino, en la ley natural, en el bien y en el orden objetivo de la Iglesia.

Ecclesia 02_05_2025 Italiano English

Con vistas al próximo Cónclave, publicamos una serie de artículos de fondo inspirados en el documento firmado por Demos II (redactado por un cardenal anónimo) que establecía las prioridades del próximo cónclave para reparar la confusión y la crisis creadas por el pontificado de Francisco.

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En la era moderna el papado nunca ha sido tan débil como en estos últimos doce años. Y no nos referimos a una debilidad humana con la que muy a menudo Dios obra cosas grandes, sino de una fragilidad derivada del giro absolutista que Francisco ha imprimido al papado. Cuanto más se apoya el papado en una autoridad arbitraria, desligada de su vínculo fundamental con el ius divinum y con el bien objetivo, más frágil y vulnerable se vuelve a los ataques del siglo.

La percepción de este pontificado como expresión de humildad, sencillez, pobreza —percepción debida en gran parte a algunos gestos “populistas” como llevar él mismo su maletín en el avión, ir al óptico de la Via del Babuino o comer en el comedor común de la Casa Santa Marta— choca con un absolutismo de fondo, bien visible no solo en el trato nada paternal que reserva a muchos cardenales, obispos, sacerdotes y funcionarios de la Santa Sede, sino también y sobre todo en el hecho de que Francisco comprendía y ejercía su autoridad sin tener en cuenta el derecho.

Que Francisco haya entrado en conflicto en varias ocasiones con la justicia, con ese dar a cada uno lo que le corresponde que organiza la vida de toda estructura social, incluida la Iglesia, es bastante evidente en el caso del proceso que ha involucrado al cardenal Angelo Becciu. El Papa no ha tenido ningún problema en cambiar las reglas del juego una vez iniciado el proceso, introduciendo nada menos que cuatro rescripta, como si nada hubiera pasado. Al cardenal sardo, sea culpable o inocente, no se le ha concedido un trato justo, respetuoso de su dignidad como hombre y príncipe de la Iglesia. Anomalías que suscitan más de una duda sobre la legitimidad del proceso y alejan peligrosamente la justicia vaticana de los parámetros internacionales, transformando la soberanía de la Ciudad del Vaticano en una oscura excepción justicialista.

El trato reservado a numerosos obispos, obligados a presentar su dimisión o destituidos tras negarse a acceder a alguna petición del Papa, demuestra que, a los ojos de Francisco, la autoridad del Papa le permitiría actuar contra la justicia. La “destitución forzosa” de monseñor Joseph Strickland, monseñor Roger Ricardo Livieres Plano, monseñor Martin David Holley, monseñor Pedro Daniel Martínez Perea, monseñor Eduardo María Taussig, monseñor Giovanni D'Ercole, monseñor Daniel Fernández Torres y monseñor Dominique Rey demuestra el abuso de una autoridad concebida como libre de cualquier vínculo con la verdad y la justicia.

Además, el motu proprio Traditionis Custodes del que ya se ha hablado en el artículo anterior, se configura como un acto más de una autoridad concebida como absoluta y arbitraria que se cree capaz de borrar la realidad con un acto jurídico. Un rito litúrgico antiguo y plurisecular no puede ser extinguido por decreto de un Papa, por la sencilla razón de que el derecho no crea la realidad, sino que la reconoce. Un rito litúrgico que tiene sus orígenes en los primeros siglos de la Iglesia, que ha sido la forma de oración pública de la Iglesia latina durante más de un milenio, es testigo y vehículo de la Sagrada Tradición de la Iglesia, de la que el Sumo Pontífice debe ser guardián y promotor.

Ahora bien, es un hecho que, incluso después de la reforma litúrgica de 1969-1970, la Iglesia siguió reconociendo el rito romano antiguo como un bien de la Iglesia, mediante la aprobación del derecho propio de algunos institutos clericales y religiosos que encuentran en esta forma litúrgica su rito propio. Benedicto XVI no hizo más que subrayar la bondad de este rito, ampliando la posibilidad de que los sacerdotes y los fieles lo celebraran, y la ilegitimidad de cualquier intento de suprimirlo o de hacer imposible su celebración. Traditionis Custodes ha ido en la dirección exactamente opuesta, declarando, en contra de la realidad, que el rito reformado constituiría la única forma del rito romano y estableciendo condiciones que apuntan claramente a la extinción del rito antiguo.

Estos ejemplos, a los que podrían añadirse las frecuentes y a menudo confusas intervenciones del Papa en forma de Motu Proprio, que han transformado el derecho de la Iglesia en una selva de leyes desarmónicas y aproximadas, muestran la urgencia de volver a situar en el centro el papel del Dicasterio para los Textos Legislativos, pero sobre todo de remediar el positivismo jurídico que parece prevalecer en la Iglesia, descuidando la racionalidad de la norma y desequilibrándola peligrosamente hacia la mera autoridad del legislador, disuelta de todo orden racional. La fuerza obligatoria de la ley reside, sin embargo, en su conformidad con el derecho, expresión de la naturaleza de las cosas, y no en la mera promulgación de una autoridad legítima. La autoridad en la Iglesia tiene límites muy precisos, y la del Sumo Pontífice no es una excepción. Transformar su soberanía plena, inmediata y universal en una soberanía absoluta es un error muy grave y portador de fracturas y tensiones porque la potestad primacial no puede entenderse como legitimación para cometer actos injustos. Y el problema no se refiere solo al ámbito obvio de la responsabilidad moral del pontífice ante Dios, sino que afecta a la racionalidad de la ley: no toda ley promulgada por una autoridad, por legítima que sea, tiene fuerza obligatoria.

Dirigiéndose a la Rota Romana, el 21 de enero de 2012, Benedicto XVI denunciaba la peligrosa falta de “sentido de un derecho objetivo que hay que buscar”, dejado “a merced de consideraciones que pretenden ser teológicas o pastorales, pero que al final se exponen al riesgo de la arbitrariedad”. El Santo Padre recordaba la urgencia de volver al “orden justo de la Iglesia”, a la “realidad que se disciplina”, evitando la identificación entre el derecho y las leyes positivas, para volver a anclarse en la justicia a la que está sujeta toda autoridad legislativa.

El profesor Eduardo Baura de la Peña, catedrático de Parte General del Derecho Canónico en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz y profesor encargado en la Facultad de Derecho Canónico San Pío X, al comentar las consideraciones antes mencionadas de Benedicto XVI, mostraba el peligro de un enfoque positivista cada vez que se aleja de la naturaleza de la realidad que es disciplinada por las leyes: “Conviene recordar pues, que, aunque la potestad en la Iglesia deriva de la ley divina positiva, se trata siempre de la capacidad de cumplir una función (la de ordenar la vida de la comunidad hacia su bien), y no de un dominio personal dependiente de la sola voluntad del titular. Si la ley eclesiástica es jurídicamente vinculante [...], lo es en cuanto constituye derechos (de los súbditos o de la propia comunidad) que tienen como título el orden establecido para la comunidad por quien tiene la tarea de dirigirla para que alcance su bien, y ese orden no puede ser independiente de la realidad ordenada”. Y añadía: “La pretensión de dar valor jurídico a la ley por el hecho de que emana de la voluntad del legislador independientemente de la realidad regulada y, en consecuencia, de considerar que debe interpretarse únicamente con criterios textuales y lógicos, solo puede basarse en el positivismo jurídico, por mucho que este pueda ser ‘sacralizado’ por la consideración de que la potestad eclesiástica deriva de la fundación divina de la Iglesia” (en “La realidad disciplinada como criterio interpretativo jurídico de la ley”, en Ius Ecclesiæ 24, 2012, p. 715).

Llegamos aquí al punto neurálgico del ejercicio de la autoridad en la Iglesia, incluida la autoridad suprema del Sumo Pontífice. El adagio según el cual “un papa bula, otro desbula”, que lamentablemente expresa la concepción de la potestad petrina que muchos tienen, es la traducción de ese decadente positivismo que es urgente sanar y superar, no disminuyendo o desmembrando la potestas primacista (tal vez con la excusa del diálogo ecuménico con los ortodoxos, en la línea de un nuevo “papado sinodal”) sino anclándola de nuevo en el derecho divino, en la ley natural, en el bien y en el orden objetivo de la Iglesia.



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