San Lucas Evangelista por Ermes Dovico
LA CUESTIÓN

El aborto en la Constitución representa la autodestrucción del constitucionalismo

Después de Francia, España también quiere incluir el derecho al aborto en su texto fundamental. Pero constitucionalizar el aborto significa negar la propia Constitución, ya que un derecho que niega la vida niega también la posibilidad misma de cualquier otro derecho.

Vida y bioética 17_10_2025 Italiano

La iniciativa del Gobierno de Sánchez de introducir un nuevo apartado (el 4) en el artículo 43 de la Constitución española de 1978, destinado a consagrar explícitamente el derecho a la “interrupción voluntaria del embarazo” como expresión del derecho a la salud sexual y reproductiva, representa un acto de ruptura del orden constitucional y de la arquitectura racional que lo sustenta. La idea de incorporar un principio similar en el Título I, que regula los derechos y deberes fundamentales, constituye un intento de subvertir el significado mismo de la Constitución, transformándola de garante de la vida y la dignidad de la persona en instrumento de autodeterminación ilimitada y de poder sobre los seres vivos. El texto fundamental español contiene, en su artículo 15, una formulación clara e inequívoca: “Todos tienen derecho a la vida”. Este principio no es ni programático ni contingente: enuncia una verdad jurídica y antropológica esencial, a saber, que la vida es el presupuesto de cualquier otro derecho. No es un bien disponible, ya que precede a la libertad y fundamenta su posibilidad.

Incluir junto a este precepto una disposición que reconozca el derecho a suprimir la vida naciente significaría invertir la jerarquía de los bienes constitucionales, elevando la libertad individual al rango de poder soberano, libre de todo límite ontológico y de todo orden axiológico. La consecuencia sería la fractura del sistema, la pérdida de la coherencia interna entre los derechos fundamentales y la disolución de su fundamento unitario en la dignidad de la persona. La propuesta del Gobierno no se limita a tolerar el aborto dentro de determinados límites de despenalización (lo que ya es muy grave), como ocurre en el actual ordenamiento legislativo reconocido por la jurisprudencia constitucional, sino que pretende transformar una excepción en principio, convertir una zona de impunidad en un derecho subjetivo perfecto, exigible y garantizado por el Estado. De este modo, el poder público estaría llamado no solo a no reprimir, sino a cooperar positivamente en la eliminación de un bien que la propia Constitución reconoce como digno de protección. Se trataría de una “mutación genética” del Derecho constitucional, ya que el ordenamiento se encontraría protegiendo jurídicamente el acto de negación de uno de sus supuestos lógicos: la vida como fundamento del derecho. Desde esta perspectiva, la libertad individual se desvincula de la verdad del bien y se transforma en poder constituyente permanente. El derecho se reduce a una proyección normativa de la voluntad política, y la Constitución pierde su naturaleza de límite, convirtiéndose en la carta de legitimación de toda arbitrariedad democrática.

El constitucionalismo, nacido para contener la fuerza y subordinar el poder a la justicia, se autodestruye en el momento en que eleva a derecho la facultad de negar la vida ajena. El derecho, privado de su anclaje racional, se reduce a voluntad de poder institucionalizada. La dignidad de la persona que se invoca como fundamento de esta propuesta, sufre una distorsión conceptual radical. Deja de ser lo que es, la cualidad intrínseca del ser humano como tal, y se convierte en una construcción derivada de la autonomía, un atributo reconocido solo a quienes son capaces de ejercer la libertad de elección. Este enfoque, lejos de ampliar la dignidad, la niega desde la raíz, ya que la condiciona a la voluntad. La vida del concebido ya no estaría protegida como realidad humana, sino subordinada al consentimiento de quien la lleva en sí. De este modo, el derecho deja de reconocer el valor del ser para someterse al dominio de la voluntad. El constitucionalismo moderno, en su núcleo original, presupone un orden de justicia que precede y mide la voluntad legislativa. Cuando la Constitución se emancipa de este orden (esto, sin embargo, es consecuencia de la modernidad jurídica), cuando ya no se reconoce vinculada por un criterio de verdad sobre lo que es justo, entonces se transforma en una mera forma procedimental del poder.

La propuesta de incluir en la Constitución el derecho al aborto es una expresión de este proceso de secularización radical del derecho, en el que la forma jurídica sobrevive a la sustancia moral. Lo que se proclama como derecho ya no es lo que se ajusta al bien del hombre, sino lo que la mayoría momentánea decide proteger. En esta deriva, la Constitución deja de ser una norma superior porque pierde su fundamento axiológico. Su fuerza ya no tiene su origen en un contenido objetivo de justicia, sino de la mera eficacia de la decisión. El ordenamiento deja de ser jurídico en el sentido estricto del término, ya que la legalidad es la forma de la justicia, no de la voluntad. Una Constitución que garantiza la supresión de la vida inocente no limita el poder, sino que lo absolutiza, ya que concede al hombre el dominio sobre el principio mismo del que el derecho obtiene su razón de ser. El aborto elevado a derecho constitucional representa, por tanto, la disolución del concepto de persona y la anulación de la distinción entre libertad y arbitrio. La libertad, desarraigada del bien, se convierte en poder de negación; la igualdad, privada de su fundamento ontológico, se convierte en criterio de uniformidad decisoria; la dignidad, reducida a instrumento de autodeterminación, se vacía de su contenido trascendente y universal. El texto constitucional ya no sería la casa común de lo humano, sino el acto soberano de una civilización que, en nombre de la libertad, decreta la negación del ser.

Constitucionalizar el derecho al aborto significa, en última instancia, negar la propia Constitución, ya que se rompe el vínculo que une la norma a la justicia, el derecho a la verdad del hombre, la libertad al límite que la ordena. Es el gesto con el que el constitucionalismo democrático, olvidando su vocación racional (que no racionalista), transforma la garantía suprema de la persona en instrumento de disolución de lo personal. Detrás del lenguaje de los derechos se esconde entonces la sombra de su fin, ya que un derecho que niega la vida niega también la posibilidad misma de cualquier otro derecho.