Pentecostés
A los 50 días de la Pascua, el Espíritu Santo prometido por Jesús descendió copiosamente sobre los discípulos reunidos en el Cenáculo
A los 50 días de la Pascua, el Espíritu Santo prometido por Jesús descendió copiosamente sobre los discípulos reunidos en el Cenáculo. Fue así que comenzó la misión salvífica de la Iglesia entre los pueblos de toda lengua y nación. El bautismo en el Espíritu Santo y fuego, que el Bautista ya había profetizado anunciando el inminente inicio del ministerio de Cristo (Mt 3, 11-12), se realizó con signos extraordinarios, descritos en los Hechos de los Apóstoles: «De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse» (cf. Hch 2, 1-11).
El poder con el que el Espíritu Santo descendió en Pentecostés recuerda las señales que acompañaron la manifestación divina en el Sinaí cuando Moisés recibió la Ley. Entonces «hubo truenos y relámpagos» y la montaña «humeaba, porque el Señor había descendido sobre ella en medio de fuego» (Ex 19, 16-19), indicando la majestad de Dios y el único designio divino que une la Antigua y Nueva Alianza, el viejo y el nuevo Israel.
En Pentecostés, miles de judíos que habían ido en peregrinación a Jerusalén, procedentes de las más variadas naciones, se sorprendieron al descubrir que los apóstoles podían hablar cualquier lengua: «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, tanto judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua».
El Pentecostés judío, que corresponde a la “Fiesta de las semanas” o “Fiesta de la cosecha”, de la cual se habla en el Antiguo Testamento, nació como una acción de gracias a Dios por los primeros frutos de la tierra. El nuevo Pentecostés, como culmen de la intensa oración después de la Ascensión, manifestó a su vez los primeros frutos visibles de la Iglesia naciente, llamada a anunciar la necesidad de la conversión a Cristo y guiada por Su vicario en la tierra, Pedro, el cual refutó inmediatamente a quienes prefirieron burlarse (“están borrachos de vino”), en lugar de acoger los signos y convertirse. Pedro les explicó a todos los judíos presentes que las maravillas realizadas por los apóstoles no eran más que el don de Jesús crucificado y resucitado, así como el cumplimiento de las profecías. Muchos creyeron. Solo en ese día unas tres mil personas fueron bautizadas, recibiendo el Espíritu Santo y convirtiéndose en miembros vivos de la Iglesia. La misión materna de María, presente en el Cenáculo junto con los apóstoles, ya había comenzado.
La celebración litúrgica de Pentecostés, solemnidad que concluye el tiempo de Pascua, se remonta al período apostólico, como ya escribió san Ireneo (130-202). A partir del siglo IV se extendió la costumbre de bautizar en la vigilia de Pentecostés a los catecúmenos que no habían podido recibir el bautismo en la noche de Pascua. Con la reforma litúrgica de 1969 se suprimió la Octava de Pentecostés, pero no faltaron las solicitudes de sacerdotes y grupos eclesiales que pidieron su recuperación completa en la forma ordinaria del Rito Romano (en los libros litúrgicos de la forma extraordinaria se indica siempre). Así que, con esta intención, se puede recitar el espléndido Ven, Espíritu creador (Veni, creator Spiritus). Es una buena oración para todos los días, para pedirle a Dios un nuevo Pentecostés.
Ven, Espíritu Creador,
visita las almas de tus fieles
llena con tu divina gracia,
los corazones que creaste.
Tú, a quien llamamos Paráclito,
don de Dios Altísimo,
fuente viva, fuego,
caridad y espiritual unción.
Tú derramas sobre nosotros los siete dones;
Tú, dedo de la diestra del Padre;
Tú, fiel promesa del Padre;
que inspiras nuestras palabras.
Ilumina nuestros sentidos;
infunde tu amor en nuestros corazones;
y, con tu perpetuo auxilio,
fortalece la debilidad de nuestro cuerpo.
Aleja de nosotros al enemigo,
danos pronto la paz,
sé nuestro director y nuestro guía,
para que evitemos todo mal.
Por ti conozcamos al Padre,
al Hijo revélanos también;
Creamos en ti, su Espíritu,
por los siglos de los siglos.
Gloria a Dios Padre,
y al Hijo que resucitó,
y al Espíritu Consolador,
por los siglos de los siglos. Amén.
[Aquí, en latín]