Santa Cecilia por Ermes Dovico

Nuestra Señora de la Medalla milagrosa

No por casualidad, desde la Rue du Bac, se inició un excepcional ciclo de apariciones marianas, signo de la abundancia de gracias que ha coincidido con la intensificación de la batalla escatológica

Santo del día 27_11_2022 Italiano English

El 27 de noviembre de 1830, la Santísima Virgen se apareció a Catalina Labouré (1806-1876), novicia de las Hijas de la Caridad, en el convento de París en la Rue du Bac; en ese momento estaba meditando, en profundo silencio, en la capilla. Eran las cinco y media de la tarde. La santa vio a la Virgen con un hábito blanco como la aurora, un manto azul y un largo velo cándido, en pie sobre una media esfera que una serpiente envolvía.

La Madre Celeste estrechaba delicadamente entre las manos otra esfera más pequeña, dorada, y con el rostro esplendoroso las presentaba a Nuestro Señor. «¡Esta pequeña esfera representa el mundo entero y cada alma en particular!», oyó decir Catalina, que en un instante vio que los dedos de María se recubrían de anillos, adornados con piedras preciosas que irradiaban rayos de luz hacia abajo. «Los rayos son el símbolo de las gracias que derramo sobres quienes me las piden», dijo la Virgen, que explicó por qué otras piedras preciosas no emanaban luz: «Son las gracias que se olvidan pedir».

Después, Catalina vio que alrededor de la Virgen se formaba un cuadro oval, en el que se leía una oración escrita con letras de oro: «Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti». Observó cómo el cuadro se daba la vuelta y distinguió la letra M que se cruzaba con la I (de Iesus), ambas coronadas por una cruz. En la parte inferior aparecieron los Sagrados Corazones de Jesús y María, el primero coronado de espinas, el segundo atravesado por una espada (cfr. Lc 2, 35). La visión fue acompañada por una petición celeste: «Haz acuñar una medalla según este modelo. Quienes la lleven puesta recibirán grandes gracias, especialmente si la llevan alrededor del cuello. Las gracias serán abundantes para las personas que la lleven con confianza».

Después de haber vencido la resistencia inicial del proprio confesor, el mensaje confiado a Catalina llegó por fin al arzobispo de París, Jacinto Luis de Quélen, que dio su aprobación para acuñar la medalla. Monseñor Quélen pidió sólo la prudencia que la Iglesia recomienda ante toda revelación privada: «No se formulen juicios prematuros sobre la naturaleza de la visión, ni se revelen sus circunstancias. Se difunda esta medalla, sencillamente. Y se juzgará el árbol por los frutos».

Se prepararon los primeros 1.500 ejemplares de la medalla durante el verano de 1832, cuando París se encontraba en plena epidemia de cólera. Los frutos no tardaron en manifestarse. El pueblo, pronto, la llamó «milagrosa» (el uso del apelativo está documentado desde febrero de 1834), en razón de las innumerables gracias, que consistieron tanto en curaciones físicas (entre todas se recuerda la de Carolina Nenain, una niña de 8 años curada inexplicablemente del cólera después de haberle impuesto la medalla) y, más aún, espirituales (la más conocida es la conversión repentina, que tuvo lugar en Roma en 1842, del entonces ateo y adversario del cristianismo Alfonso Ratisbonne). En 1835 circulaban ya más de un millón de medallas, que a la muerte de santa Catalina llegarían a los mil millones. Se verificó un extraordinario renacimiento de las vicentinas Hijas de la Caridad, que en poco más de veinte años atrajeron un número tal de vocaciones que tuvieron que triplicar las casas. A la luz de estos hechos, León XIII instituyó la fiesta de la Santísima Virgen de la Medalla Milagrosa, precedida por una novena.

Todo esto había tenido su origen en una Francia que en 1830 - todavía turbada por movimientos revolucionarios - era el símbolo de una Europa que estaba descristianizándose. Ese 27 de noviembre, y los acontecimientos que siguieron, hicieron descubrir, con particular fuerza, la importancia de la protección materna de María. La medalla recuerda que la misión de la Madre está unida, por voluntad divina, a la del Hijo, el Redentor, y socorre nuestra invisible pero cotidiana lucha contra los engaños de Satanás, que desea conducir a la perdición eterna el mayor número posible de almas. «La medalla es una miniatura -escribió Jean Guitton. […] En un espacio muy pequeño, en modo minúsculo, con un mínimo de símbolos, está resumida toda la mariología». Y esta, como ha observado Vittorio Messori, «está estrechamente unida a la cristología».

No por casualidad, desde la Rue du Bac, se inició un excepcional ciclo de apariciones marianas, signo de la abundancia de gracias que ha coincidido con la intensificación de la batalla escatológica. Por el impulso de la invocación («concebida sin pecado») imprimida en la medalla, cobró vigor el culto a la Inmaculada Concepción. Y con Pío IX, en 1854, se llegó a la solemne proclamación del dogma, acogido con gozo por la Iglesia universal como verdad «íntimamente inoculada en los espíritus de los fieles» desde los tiempos más antiguos y testimonio de que «redunda en el Hijo el honor y alabanza dirigidos a la Madre» (Ineffabilis Deus). Lo que las visiones de 1830 habían despertado encontró confirmación en Lourdes, en 1858, cuando la Santísima Virgen se reveló a la humilde Bernardette con las palabras: «Yo soy la Inmaculada Concepción». Y sor Catalina, en cuanto oyó el relato de las nuevas apariciones de la Virgen, dijo confianda: «Es la misma».