Las elecciones presidenciales de Estados Unidos ratifican el final de la democracia
Lo que está sucediendo en las elecciones presidenciales de Estados Unidos es increíble: dado que Trump es el villano por excelencia y todos los medios son lícitos para sacarlo del camino, como multiplicar las “rarezas” en el recuento de votos; y sobre todo aquí está la convergencia de la prensa y de las grandes potencias en cubrirlos y legitimarlos. En realidad, se está cumpliendo la profecía de san Juan Pablo II, relanzada más recientemente por Benedicto XVI: “Una democracia sin valores se convierte fácilmente en un totalitarismo abierto o sutil, como muestra la historia”.
Donald Trump es el villano por excelencia, por lo que es legítimo derrotarlo, sea cual sea el medio que se necesite usar, legal o no. Desde hace cuatro años esta tesis se ha repetido y rechazado de todas las formas posibles, en todos los niveles. A raíz del claro triunfo de 2016 sobre Hillary Clinton, también hubo quienes defendieron en una prestigiosa revista como Foreign Affairs la legitimidad de recurrir al ejército, un verdadero llamado al golpe de Estado.
Entonces la victoria de Trump tomó por sorpresa y no había mucho que hacer en concreto, pero se inició una campaña sistemática de desprestigio, averiguaciones judiciales falsas (como la de los servicios rusos al servicio de Donald), constante amplificación y distorsión de las bromas del presidente, una sistemática subestimación, y el silencio de los éxitos políticos y diplomáticos.
Hasta llegar a la preparación de esta campaña electoral que no debería tener más sorpresas, hasta el punto de que hace apenas unos días la presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi, en un tuit no dudó en declarar explícitamente que sea cual sea el resultado de las elecciones, Joe Biden será presidente.
Dicho y hecho, lo que estamos presenciando estos días es increíble: no solo por las "rarezas" del recuento de votos, pero sobre todo por la convergencia de la prensa y las grandes potencias a la hora de cubrirlos y legitimarlos. Aparición improvisada de cientos de miles de papeletas que anulan el resultado, periodistas censurando en vivo al presidente Trump, gobiernos y grandes finanzas ya se proyectan en la era Biden... Trump tenía que ser derrocado, sin importar si la mayoría del electorado estaba con él, no importa cómo. Escenas al estilo de elecciones presidenciales en África.
Aquello que era justo que sucediera se hizo que sucediera: lo decidió una oligarquía contra el pueblo. Lo que estamos presenciando no es solo un mal episodio que cuestiona el sistema democrático de Estados Unidos; en cambio, es el fin de la democracia, así como debería ser. Incluso en Estados Unidos se ha consolidado ahora un totalitarismo cultural y político, que no admite réplicas y voces fuera del coro.
En Europa esto no es nada nuevo, lo estamos viviendo desde hace algún tiempo: hemos visto lo que ha sucedido cuando algunos países votaron en contra de la ratificación de los tratados de la Unión Europea o ahora la guerra en Bruselas contra esos países (ver Polonia y Hungría) que persisten en reclamar su identidad cristiana; y hemos visto desde hace al menos diez años cómo en Italia se anulan los resultados de las elecciones si la izquierda no gana, con personajes al gobierno que nadie ha elegido.
Sin embargo, hasta ahora se consideraba a Estados Unidos, aunque con todas sus limitaciones, como un punto de referencia para la libertad y la democracia, como un bastión contra las tendencias socialistas europeas. Ya no, obviamente. Esa nefasta ideología que hemos visto actuar en los últimos meses detrás del movimiento que quiere borrar la historia del país -con la remoción y destrucción de estatuas representativas-, detrás del movimiento violento de Black Lives Matter (Blm), detrás de los grupos ecologistas que dictan la agenda del gobierno, ahora está firmemente al mando de Estados Unidos e impone un nuevo totalitarismo.
Es la ironía de la historia: aquel totalitarismo comunista que se derrumbó con la Unión Soviética y que parecía definitivamente derrotado, reanuda una nueva vida bajo formas mutadas propio en ese país que había derrotado a la Unión Soviética.
En realidad, no es más que el cumplimiento de la profecía de San Juan Pablo II, retomada posteriormente por Benedicto XVI. “En los albores del Tercer Milenio - escribió Juan Pablo II en el mensaje al VI Pleno de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales (23 de febrero de 2000) con referencia a la encíclica Centesimus Annus - la democracia debe afrontar una seria cuestión. De hecho, existe una tendencia a considerar el relativismo intelectual como el corolario necesario de las formas democráticas de vida política. Desde este punto de vista, la verdad está determinada por la mayoría y varía según tendencias culturales y políticas transitorias. Aquellos que están convencidos de que ciertas verdades son absolutas e inmutables se consideran irrazonables y poco fiables. Por otro lado, como cristianos creemos firmemente que “si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (Centesimus annus, n. 46).
El mismo concepto lo expresó en la encíclica Veritatis Splendor (1993), subrayando nuevamente el riesgo de la “alianza entre democracia y relativismo ético, que priva a la convivencia civil de cualquier punto de referencia moral seguro y la priva, de manera más radical, del reconocimiento de la verdad”.
Y Benedicto XVI, en la audiencia general del 14 de noviembre de 2012, se hizo eco al afirmar que “el hombre separado de Dios se reduce a una sola dimensión, la dimensión horizontal, y precisamente este reduccionismo es una de las causas fundamentales de los totalitarismos que en el siglo pasado han tenido consecuencias trágicas, así como de la crisis de valores que vemos en la realidad actual”.
Una democracia sin valores se convierte fácilmente en totalitarismo abierto o furtivo, como demuestra la historia. Esto es lo que ocurre ante nuestros ojos en un Occidente que ha negado a Dios, en un Occidente del hombre que se ha hecho Dios. Vivimos bajo el manto totalitario de una serie de ideologías agrupadas bajo el paraguas del políticamente correcto y, cuando alguien se resiste, el Poder se desata con toda la violencia posible, obviamente en nombre de la democracia (¿pero no es que acaso los regímenes comunistas siempre se han llamado a sí mismos democracias populares?). Las actuales elecciones presidenciales en los Estados Unidos lo están demostrando de manera inequívoca.