La “guerra santa” antirrusa empuja la deriva autoritaria de Occidente
Después del clima y la pandemia, he aquí la guerra en Ucrania: tres grandes campañas ideológicas que tienen en común el impulso hacia una regulación coercitiva de las sociedades democráticas entorno a poderes de emergencia y, por tanto, indiscutibles; y la previsión de una disminución “controlada” de esas sociedades.
Si miramos desapasionadamente el estado actual del debate en Occidente sobre la guerra ruso-ucraniana, tenemos la impresión de una situación paradójica, en la que surge una desconexión total entre la realidad fáctica y la retórica dominante.
Los hechos nos dicen, inequívocamente, que la continuación del conflicto, o incluso su ampliación e intensificación, no interesa a ningún país occidental. Estados Unidos y sus aliados europeos ya han gastado enormes sumas para armar, equipar y entrenar a Ucrania, agravando sus déficits y, en el futuro, su carga fiscal. Alimentando la guerra, y luego, sobre todo, con la política severa (e ineficaz) de sanciones infligidas a Moscú, además de los riesgos enormemente aumentados para la seguridad, se creó un gigantesco efecto bumerán, que ha provocado un nuevo aumento en los precios de las materias primas, la inflación galopante y la perspectiva de una nueva recesión, apenas después de la dolorosa superación de la pandemia. Al levantar un muro de hostilidad irreductible con Rusia, quizás han empujado definitivamente a esta última hacia la órbita política y económica de China, y también se han distanciado de países estratégicos y hasta ahora amigos en ascenso, como India, Brasil, Turquía, Arabia Saudita, a su vez acercándolos a Beijing. La preocupación por esta deriva emerge, por momentos, en las posiciones que toman algunos líderes europeos, como Macron, Scholz y ahora también Mario Draghi, a favor de iniciativas de paz. Y, en los últimos días, se han producido los primeros y tímidos intentos de diálogo entre Estados Unidos y Rusia, con la llamada del ministro de Defensa norteamericano, Lloyd Austin, a su homólogo Sergey Shoigu.
Eso sí, se podría observar que Estados Unidos y Reino Unido obtienen algunas ventajas estratégicas de la exasperación de la crisis: para el primero la reunificación a su alrededor, precisamente, de los aliados europeos y un golpe a las ambiciones hegemónicas continentales de Alemania; para el segundo, la construcción embrionaria de su propia esfera de influencia en el Báltico y Escandinavia, en detrimento de Moscú y Berlín. Estos objetivos estratégicos pueden ayudar a explicar los tonos particularmente agresivos y provocadores que la administración de Biden y el gobierno de Johnson han mantenido hasta ahora hacia Putin. Pero incluso la consecución de estos resultados podría resultar una victoria pírrica, fruto de una mirada miope, frente a las enormes consecuencias negativas antes mencionadas.
A los innegables costos de la prolongación de las hostilidades para el eje Atlántico se suma la evidente falta de apoyo popular a las políticas belicistas. De todas las encuestas realizadas desde el comienzo del conflicto, está claro que las opiniones públicas de todos los países occidentales, incluso las de los estadounidenses y de los británicos, son, en su abrumadora mayoría, opuestas a una participación directa de sus países en la guerra y el envío de material bélico a los ucranianos, y a favor de las negociaciones para llegar a una solución negociada.
Sin embargo, el tono decididamente predominante en los medios de comunicación, la política y el mainstream al otro lado del Atlántico sobre el conflicto parece no reflejar, casi para nada, todos los aspectos profundamente problemáticos que conlleva para las grandes democracias industrializadas. Por el contrario, la información y las posiciones de las principales instituciones occidentales, tanto nacionales como transnacionales, siguen caracterizándose, desde hace dos meses, casi ininterrumpidamente, por una retórica belicista estentórea, por la reducción de una larga disputa entre nacionalismos frente a la esquematización simplista y abstracta de “agresor/agredido”, a la apelación a una suerte de “guerra santa” en defensa de Ucrania (descrita igualmente simplistamente como víctima absoluta, y como parte integrante y evidente del sistema democrático liberal de Occidente) de la criminalización sin apelación de Putin, calificado de dictador totalitario y sanguinario genocida.
Una narrativa rígida y dogmática de exaltación de la fuerza que contradice especularmente -especialmente en Europa- décadas de retórica pacifista y de negociación en las crisis internacionales. Y en cuyo estruendo incluso las voces dialogantes más autorizadas, como las ya mencionadas de Macron y Scholz, se ven superadas por actitudes mucho más intransigentes, como las de Ursula von der Leyen, del secretario general de la OTAN Jens Stoltenberg, y de la ministra de Asuntos Exteriores de Alemania, Annalena Baerbock.
Mientras esta retórica siga representando el enfoque oficial del frente occidental, cualquier intento de negociación, incluso si tiene éxito, estará necesariamente destinado a conducir solo a acuerdos provisionales y a la baja, y una condición de guerra al menos latente permanecerá establemente presente en la zona centro-oriental del viejo continente, haciendo crónica y agudizando aún más su crisis económica.
El dominio de este belicismo agresivo, el cual no se había visto en Europa desde la Gran Guerra, y tan autodestructiva desde el punto de vista político y económico, no puede en realidad explicarse únicamente por la política exterior a corto plazo propugnada por Biden y Johnson. También porque sus tonos amenazantes los sufren sustancialmente, aunque con cierta delicada distinción, los gobiernos europeos que, en el pasado, ante crisis igualmente graves como la de la war on terror de George W. Bush, no habían dudado en tomar con gran decisión distancia de Washington.
La única manera de dar cuenta adecuada del enorme impacto de la actual movilización ofensiva en el campo atlántico, a mi juicio, es situarla en una línea de continuidad con otras dos retóricas hegemónicas surgidas en Occidente en los últimos años: la “gretista” del ambientalismo apocalíptico y el ‘emergencialismo’ sanitario “pandémico”.
Las tres propagandas ideológicas dominantes en Occidente en los últimos años, con sus diferencias, tienen en común el empuje hacia una regulación coercitiva de las sociedades democráticas liberales en torno a poderes que son, de hecho, de emergencia, y por tanto indiscutibles, y la prefiguración de un decrecimiento “pilotado” de aquellas sociedades dictadas por la movilización para un fin superior. Los tres reflejan de diferente manera, en definitiva, los poderos empujones del establishment económico (el big tech) y financiero (los grandes fondos de inversión), apoyado por una parte considerable de las clases políticas, a favor de un redimensionamiento del tamaño del mercado y del consumo de la dimensión física a la “inmaterial”, de un empobrecimiento que puede gestionarse a través de regímenes de vigilancia digitalizados, similar al vigente en el gran antagonista chino.
Es sobre todo en esa dirección, en última instancia, que la movilización de la “guerra santa” contra Putin parece querer llevarnos.