¿Iglesia horizontal? ¡Sálvese quien pueda!
Los pastores nos han metido en un recinto asfixiante, demasiado material, en el que sólo encontramos emigrantes, parados y pobres. Nos dicen que el auténtico cristiano es el que no suele usar el aire acondicionado en verano, que paga los impuestos y se vacuna. Han sustituido la caridad por la solidaridad, la justicia por el pietismo. El propósito de nuestra vida tiene así el sabor de un final amargo. Pero podemos salvarnos construyendo las arcas de Noé donde embarcar a los que quieran vivir para la Eternidad.
La Iglesia ya no nos habla de las “cosas últimas”. La salvación, la eternidad de Dios, el destino último de nuestras almas y el sentido de la vida se han convertido ahora en un tesoro imposible de encontrar dentro del catolicismo.
Los pastores, más preocupados por la inmunidad de rebaño que por la salvación del mismo, nos han metido a estas alturas en un recinto asfixiante y demasiado material en el que sólo encontramos emigrantes, parados y pobres. Y con respecto a estos últimos, es una vida sin trascendencia lo que realmente nos hace pobres por dentro. Ya estamos hechos de polvo y también quieren doblegarnos a una vida polvorienta, vulgar, alejada de la nobleza de lo heroico cotidiano. Su horizonte es el de la Madre Tierra por salvar, no el horizonte infinito de las almas por salvar.
Nos dicen que el auténtico cristiano es el que no usa el aire acondicionado con demasiada frecuencia en verano y el que se vacuna. Han sustituido la caridad por la solidaridad, que rimarán entre sí, es verdad, pero que expresan universos que sólo se tocan tangencialmente. Han cambiado la misericordia por la bondad, la justicia por el pietismo, el amor por la inclusión. El resultado es una doctrina de plástico, o más bien de poliestireno, que flota muy bien en la superficie de nuestras vidas pero que es incapaz de llegar al fondo de ellas. El final de nuestra vida cocinado por los pastores y teólogos maliciosos tiene el sabor de un final amargo, porque es muy burgués, donde nos presentaremos ante el Todopoderoso con todos los impuestos pagados puntualmente y sin haber tirado nunca un trozo de papel al mar.
A Leopardi sólo le hizo falta un seto para captar el vértigo del Infinito que se agitaba inquieto en su alma. Y nosotros, en cambio, que hasta tenemos el Crucifijo para mostrarnos el camino hacia la eternidad, estamos entrenados para emocionarnos con minucias como el deshielo de los glaciares y los pronombres correctos que hay que usar para las personas trans. Miramos los dedos de nuestros pies mientras el arco resplandeciente de la bóveda celestial brilla sobre nosotros: mientras la gracia de los sacramentos, las puertas de miles de tabernáculos, el ejemplo cristalino de los santos, las catedrales del pensamiento de los grandes esperan con gusto nuestro saqueo. A estas alturas nos han enseñado que lo que marca la diferencia no son estas cosas, sino aplanar las diferencias cuando pueden molestar a quien es diverso. Y pensar que siempre hemos dicho que el mundo es hermoso porque es variado. Pero ahora es cada vez menos diverso y está más podrido.
Nos hemos quedado atrapados en una vida terrenal a medida del ser humano, cuando hasta la última fibra muscular de nuestra alma anhela un más allá a medida de un santo, porque todos, en el fondo, queremos llegar los primeros. Después de décadas de domesticación al son del pluralismo, ecumenismo, kerigma y resonancias del Espíritu que, en aras del quiasmo, recuerdan al Espíritu de los tiempos, hemos salido aturdidos, tan aturdidos que hemos olvidado que cada una de nuestras acciones más pequeñas e insignificantes proyecta una larguísima sombra o un larguísimo rayo de luz en el mundo que nos espera después de la muerte.
Muchos de nuestros pastores nos repiten que el cielo es siempre más azul porque Dios es siempre más grande que cualquiera de nuestros pecados. Sin embargo, ¿por qué sólo vemos nubes negras que se acumulan sobre nuestras cabezas? Sólo vemos los océanos de sangre de decenas de millones de abortos, la densa infelicidad de innumerables matrimonios fracasados, la plétora de condenados a la pena capital por leyes y jueces que aman la muerte –una muerte tan dulce como el azúcar envenenado-, los grandes almacenes de bebés probeta, el nomadismo sexual generalizado, el invierno de las conciencias que se permiten todo...
Todos se ahogan y están encantados de hacerlo, y quien les lanza un salvavidas se ahoga él mismo en el mar del odio a la tolerancia y a la igualdad de derechos. Quizá haya llegado el momento de obedecer el mandato de Cristo: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”. Algunos, tal vez demasiados, son enfermos terminales del alma sin esperanza porque tienen ojos pero no quieren ver, tienen la doctrina pero no quieren creer, tienen la Tradición pero no quieren un futuro ni para ellos ni para los demás, tienen los santos pero no quieren convertirse en VIP, tienen el Magisterio pero prefieren escuchar a los influencers.
Así que sálvese quien pueda: tenemos la Gracia, la Iglesia de siempre, la Biblia, la caridad de la familia y de los amigos, la santidad de una corriente subterránea de hombres con sotana. Tenemos a Cristo. Construyamos pequeñas arcas de Noé y embarquemos a los que no quieran hundirse en el tedio de los sermones dominicales repetidos, en los planes pastorales horizontales y nunca elevados en vertical, en los documentos de algunos dicasterios que parecen copiados de ciertos programas políticos, en la obsesión por la teoría del género (¡porque más género del que tenemos hoy en día ya no puede haber!).
Sí, dejemos que los muertos entierren a los muertos y nosotros, en cambio, muramos a nosotros mismos para resucitar hoy mismo de lo aburridamente correcto, de la –sólo por hablar de sostenibilidad- insostenibilidad del conformismo, de los lugares comunes, del previsible espíritu evangélico y del estereotipado diálogo perenne que en realidad es un monólogo escrito por otros –los chupatintas de siempre- pero que tenemos que recitar por mandato y sin poder improvisar. Podemos encontrar una salida segura abriendo las puertas de los sagrarios –nuestros refugios antiaéreos- para escapar de este gesto pseudocatólico, monótono, obvio y banal de “intercambios de miradas de paz” en la misa y de la melaza tóxica de la acogida sin criterio. Se salve quien pueda, y nosotros podemos gracias a Dios.