El soberbio y el humilde
Porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. (Lc 10,21)
Los setenta y dos volvieron con alegría diciendo: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Él les dijo: «Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo». En aquella hora, se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Y, volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron». (Lc 10,17-24)
La riqueza y la pobreza, la grandeza y la pequeñez se pueden referir no solo al plano material, sino también al espiritual. Bajo esta óptica el rico es el soberbio, es decir, aquel que no piensa estar en deuda con el Señor. Es más: piensa que todo le es debido porque se engaña pensando que todo lo que ha ganado lo ha hecho esclusivamente con sus fuerzas. Al contrario, el pobre es el humilde, es decir aquel que es consciente de que depende de Dios en cada momento de su vida. Intentemos mejorar, cada día, en nuestro ejercicio de la humildad ante Dios y, también, ante los hombres que nos encontraremos.