El peso justo
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos. (Lc 4, 28)
Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor». Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es este el hijo de José?». Pero Jesús les dijo: «Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. 25Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio». Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino. (Lc 4, 16-30)
Jesús, para manifestar su poder, concede señales solo a aquellos que están dispuestos a dejarse guiar por Él. Nuestro Creador sabe bien -y mucho antes que nosotros- lo que necesitamos. Él sabe que nuestro verdadero objetivo es la vida eterna, mientras nosotros tendemos siempre a poner en primer lugar las exigencias de la vida terrena. Este es uno de los motivos principales de nuestra infelicidad sino, incluso, de desdén, envidia y blasfemia, como les ocurrió a los ciudadanos de Nazaret que rechazaron a Jesús hasta el punto de cogerlo con la fuerza suficiente como para tirarlo por un precipicio. Obviamente, no habiendo llegado todavía su hora, Jesús se libra milagrosamente de la masa enfurecida. Esforcémonos en dar en cada momento del día el peso justo a las cosas terrenales y no antepongámoslas nunca a las eternas.