San Esteban por Ermes Dovico

Domingo de Ramos

El Domingo de Ramos marca el inicio de la Semana Santa, como bien nos recuerda la monición que precede a la liturgia e introduce la procesión: “Jesús entra en Jerusalén para dar cumplimiento al misterio de la muerte y Resurrección”

Santo del día 05_04_2020 Italiano English

El Domingo de Ramos marca el inicio de la Semana Santa, como bien nos recuerda la monición que precede a la liturgia e introduce la procesión: “Jesús entra en Jerusalén para dar cumplimiento al misterio de la muerte y Resurrección”. Estas palabras nos permiten entrar en el corazón de la celebración, que tiene como punto de partida el recuerdo de la entrada mesiánica de Cristo en Jerusalén, el Rey de todos los siglos y Nuestro Señor, que entra en la Ciudad Santa a lomos de un humilde burro, cumpliendo así la profecía de Zacarías: «¡Salta de gozo, Sión; alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un borrico, en un pollino de asna». (Zc 9, 9).

Los ramos y los mantos que la muchedumbre extiende sobre el camino son signo de un pueblo que aclama a su rey y que no imagina que la realeza de Cristo encontrará su cumplimiento en el Calvario. Es la lógica de Dios, tan sorprendente y escandalosa para el mundo; es el misterio de la cruz que ya está incluido en otro misterio que, para la lógica humana, tiene la apariencia de un oxímoron: el Rey sobre un borrico. Un Rey al que los niños cantan: «¡Hosanna al Hijo de David!», lo que desconcierta a los que poseen algún tipo de poder terrenal («¿Oyes lo que dicen estos?», le preguntan con desdén los escribas y los sumos sacerdotes). Jesús les recuerda, citando el Salmo 8, la necesidad de hacerse pequeños para entrar en el Reino de los Cielos: «Sí; ¿no habéis leído nunca: “De la boca de los pequeñuelos y de los niños de pecho sacaré una alabanza”?».

Por esto, el culmen de la liturgia hodierna sólo puede ser la Pasión. Todas las lecturas muestran el vínculo conmovedor entre la Antigua y la Nueva Alianza que se realiza en Cristo, el Verbo divino que nos ama a cada uno de nosotros. Por eso bajó hasta nosotros, para mantener las promesas de salvación, es decir, la liberación del pecado y de la esclavitud a la que nos somete Satanás con sus engaños. Sólo Cristo es la respuesta al mal, sólo por su cruz - que cada cristiano está llamado a llevar - pasan la victoria sobre la muerte y la gloria eterna. No por nada la liturgia de la Palabra se abre con otra profecía cumplida, retomando un pasaje cristológico de Isaías, conocido como el Tercer canto del Siervo: «Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos» (Is 50, 6). El Siervo que canta Isaías es la prefiguración de Jesús, que sufre y obedece en todo a la voluntad del Padre para expiar nuestros pecados y llevar a cabo el plan salvífico.

La procesión que precede a la liturgia está documentada en Jerusalén a partir del siglo IV, y pronto se difundió a otros centros de la cristiandad como Siria o Egipto. A lo largo del tiempo, la importancia de este procesión fue aumentando, enriqueciéndose con himnos sagrados y el ritual de la bendición de ramos, de la que tenemos testimonios a partir del siglo VII. En esta época produjo su obra, entre otros, el famoso himnógrafo y teólogo san Andrés de Creta (c. 650-740) que, acerca del Domingo de Ramos, escribió estas palabras: «También nosotros corremos junto a Aquel que se dirige a su Pasión, e imitamos a quienes salen a su encuentro. Pero no para extender delante de Él, a lo largo de su camino, ramos de olivo y palmeras, alfombras o cosas de este tipo, sino para extender a Sus pies nuestras personas con humilde postración y profunda adoración. […] Agitando los ramos espirituales del alma, también nosotros, cada día, aclamamos santamente junto a los niños: Bendito aquel que viene en nombre del Señor, el rey de Israel».