Bautismo de Jesús
El Bautismo en el Jordán es otra epifanía porque Jesús se manifiesta como el Mesías esperado e Hijo de Dios, Uno y Trino, glorificado por el Espíritu Santo que desciende como una paloma y «permaneció» sobre Él (Jn 1, 32-33) y por el Padre que da testimonio de Él
«Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?». Incluso Juan Bautista, llamado a preparar el camino al Señor predicando un bautismo de conversión, no consiguió penetrar el misterio divino del Bautismo de Jesús en el río Jordán, e intentó inicialmente disuadirle, antes de las palabras que le dirigió Cristo, el Inocente que se había puesto en la fila con los pecadores: «Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia». La Iglesia, a través de la enseñanza de los Padres, ha visto en este misterio la santificación de las aguas del Jordán y de toda fuente bautismal, que marca el inicio de la actividad pública de Jesús y su aceptación de la misión de Siervo que sufre, tal como había sido prefigurada en el Antiguo Testamento y, sobre todo, en el libro de Isaías: «Mi siervo justificará a muchos […] porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores» (Is 53, 11-12).
El Bautismo en el Jordán es otra epifanía porque Jesús se manifiesta como el Mesías esperado e Hijo de Dios, Uno y Trino, glorificado por el Espíritu Santo que desciende como una paloma y «permaneció» sobre Él (Jn 1, 32-33) y por el Padre que da testimonio de Él: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco». Es el Hijo obediente en todo a la voluntad del Padre, desde el bautismo en el agua -al que seguirá el ayuno en el desierto y, después, las tentaciones diabólicas-, hasta el bautismo de sangre (Mc 10, 38-39) realizado en su Pasión y que ya estaba implícito en el primero. Por medio de su obediencia se cumple la reconciliación del hombre con Dios y «se abrieron los cielos» que el pecado de los progenitores habían cerrado, y es por eso que Cristo es el camino seguro para cada hombre que, por medio del Bautismo, se une sacramentalmente a Él, muriendo al pecado, para resurgir con Él manteniendo fe a sus promesas bautismales.
Esta unión íntima entre el Bautismo y el misterio pascual explica por qué la Iglesia celebra la renovación de las promesas bautismales precisamente en la vigilia pascual, como forma de recordar a los bautizados que conserven la gracia de la vida nueva, recibida en el primer sacramento, observando los mandamientos y conformándose constantemente a Cristo. De aquí la invitación a meditar sobre el Bautismo de Jesús, que Juan Pablo II ha indicado como el primero de los cinco misterios luminosos, introducidos con la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae para completar los tradicionales misterios gozosos, dolorosos y gloriosos del Rosario con los momentos pilares de la actividad pública del Señor antes de la Pasión: el Bautismo en el Jordán, la revelación en las bodas de Caná, el anuncio del Reino de Dios con la invitación a la conversión, la Transfiguración, la institución de la Eucaristía.
Es, por tanto, el mismo testimonio de Cristo el que hace comprender la necesidad del Bautismo, que después de la Resurrección manda a los apóstoles a administrar a todos los pueblos: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado».
Recordemos, por último, que gracias a la efusión del Espíritu Santo en el Bautismo se remiten el pecado original, todos los pecados personales y todas las penas del pecado, por lo que los bautizados se convierten en miembros de Cristo, incorporados a su Iglesia y adoptados como hijos de Dios (Gál 4, 5-7). Permanecen, sin embargo, en el bautizado algunas consecuencias temporales del pecado, como los sufrimientos y la muerte física, junto a una inclinación al pecado que la Tradición ha llamado «concupiscencia», pero que no priva a la criatura de la libertad de elegir el bien, como recuerda el Catecismo (sobre la base del Concilio de Trento): «La concupiscencia, dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y la resisten» y que, como ya escribía san Pablo, se revisten de Cristo.
Para saber más:
Catecismo de la Iglesia católica, El sacramento del Bautismo (puntos 1213-1284)
Para el Bautismo de Jesús ver especialmente los puntos: 535-537, 556, 565, 608, 701, 1223-1225, 1286