San Pedro Crisólogo por Ermes Dovico
IGLESIA

Algunas preguntas a los obispos acerca del suicidio asistido

El gran esfuerzo realizado por la Conferencia Episcopal Italiana y la Pontificia Academia para la Vida en favor de una ley que legitime el suicidio en Italia plantea dudas sobre si los pastores italianos —y los de otros lugares que apoyan el suicidio asistido— comprenden cómo funciona la vida humana, el propósito de la sagrada unción que han recibido y los mandamientos de Dios.

Vida y bioética 29_07_2025 Italiano English

La Conferencia Episcopal Italiana (CEI) -que gracias a Dios no es la Iglesia católica en Italia- ha decidido que su papel en el actual debate sobre la despenalización del suicidio asistido en Italia es negociar con el Gobierno para establecer límites legislativos al mal, lo que evitaría abusos más graves. También la Pontificia Academia para la Vida, en la persona de su presidente, monseñor Renzo Pegoraro, considera realista y conforme al Evangelio oponerse al principio de legitimidad del suicidio asistido al mismo tiempo que admite su viabilidad efectiva mediante la despenalización. Un razonamiento propio de administradores concursales más que de siervos de Cristo Jesús, que son apóstoles por vocación, elegidos para anunciar el evangelio de Dios (cf. Rom 1, 1) y constituidos para llevar un fruto que permanezca (cf. Jn 15, 16).

1. Primera pregunta: ¿Tienen nuestros pastores una idea clara de cómo funciona la vida del hombre, individual y en sociedad? ¿Hablan en serio realmente cuando piensan que tiene algún sentido condenar un principio mientras consienten una ley que permite contradecir ese principio? Quien escribe espera que se trate simplemente de una desorientación causada porque están acostumbrados a laberintos jurídicos hechos de leyes, artículos, apartados y sentencias... Pero la verdad es que nuestros pastores han perdido de vista la perspectiva del mundo real. Si los obispos, párrocos, alcaldes y magistrados, afectados por las matanzas en las carreteras durante los fines de semana, se esforzaran por explicar lo erróneo, peligroso, inmoral e irresponsable que es conducir a alta velocidad, quizás después de haber consumido alcohol y drogas, pero luego garantizaran que el infractor no sufrirá ninguna consecuencia, ¿qué resultado real tendrá la defensa intransigente y acalorada del principio? ¿Nuestros pastores siguen creyendo en las consecuencias del pecado original sobre la naturaleza humana?

2. Segunda pregunta: ¿Tienen nuestros pastores presente cuál es el fin de la unción sagrada que han recibido? ¿Recuerdan que la predicación del Evangelio, en toda su integridad, es un grave deber que les incumbe? ¿Y recuerdan que, si en lugar de ser luz y sal para un mundo tenebroso e insípido, se contentaran con dialogar sobre las facturas de la luz más o menos ventajosas para el consumidor o sobre los riesgos y ventajas de la sal yodada en la dieta de los hipertensos, no estarían cumpliendo su misión? No solo eso, sino que se enfrentarían a un destino poco feliz, que Nuestro Señor resume en ser arrojados y pisoteados por los hombres (cf. Mt 5, 13). La sensación —escalofriante, pero es solo una sensación— es que en la mente de nuestros pastores, y de no pocos cristianos que se han convertido a su imagen y semejanza en virtud de la “santa obediencia”, se cree que es precisamente la humildad la que nos pide que nos dejemos pisotear por los hombres, que nos pide que no exageremos en nuestro deseo de hacer brillar la luz de la verdad, para no correr el riesgo de faltar a la caridad al cegar a nuestros hermanos, una humildad que nos empujaría hacia un camuflaje que nos hace indistinguibles del resto del mundo, casi una especie de amor al ocultamiento cumplido perfectamente.

3. Tercera pregunta: ¿Saben nuestros pastores lo que son los mandamientos de Dios? No cuáles son, sino qué son. ¿Por qué se tomó la molestia el Señor de dar mandamientos bien definidos a su pueblo y exigir su observancia, sin prever ninguna despenalización? ¿Acaso no es que, de forma gradual e imperceptible, a pesar de la promoción de itinerarios sobre las “diez palabras”, han asimilado la idea de que los mandamientos son normas extrínsecas un poco rígidas y que, por lo tanto, la bondad de un pastor se encuentra precisamente en no tomarlos demasiado al pie de la letra, en adaptarlos a la miseria humana y de acuerdo con la ley de la realpolitik, permitiendo excepciones caso por caso, o al menos evitando que los transgresores incurran en sanciones?

La cuestión es crucial: si los mandamientos divinos son normas extrínsecas, entonces está claro que el buen padre de familia puede suavizarlos, adaptarlos y moldearlos a medida de las situaciones en las que viven sus hijos. Por el contrario, si son (tal y como explicaba hace años un verdadero pastor, el cardenal Giacomo Biffi) el “libro de instrucciones” que nos dice cómo hacer funcionar adecuadamente nuestra humanidad, cómo evitar que se atasque dramáticamente, entonces se comprende que las concesiones y las despenalizaciones no solo no tienen sentido, sino que se convierten en trampas devastadoras que tienen una sola consecuencia: el mal del hombre. Dicho de otro modo: si la prohibición de matar la vida inocente, propia o ajena, tiene que ver con el bien temporal y eterno de mi persona y de toda la comunidad humana, entonces se comprende que incluso la sola idea de que los pastores puedan apoyar la despenalización del homicidio/suicidio choca con el sentido mismo de los mandamientos divinos.

No hay que ser un genio para comprender que la impunidad legislativa favorecerá la progresiva difusión del fenómeno. La naturaleza humana es una pendiente: quitar el freno equivale a pisar el acelerador. Que los obispos no sean conscientes de ello es extremadamente grave; de nada sirve promover el bien, defender los principios, si luego, en la práctica, no hay sanciones adecuadas a la preciosidad del bien que se quiere defender. No hay ninguna razón política que lo justifique: ¿se dan cuenta los obispos italianos y los dirigentes de la PAV de que no se trata de despenalizar el robo de un saco de patatas, sino de actos destinados deliberadamente a matar y suicidarse? Es decir, ¿de minar los fundamentos de la convivencia humana, de la confianza mutua, del sentido de la vida? ¿Se dan cuenta de hacia dónde se dirige la sociedad humana cuando las personas se familiarizan con la práctica de que no se incurre en ninguna sanción por contribuir a quitar la vida a otra persona, por traicionar ese pegamento indispensable de la vida en común que reside en la protección implícita del bien de la vida de la persona que está a mi lado y de mi propia vida? Además, ¿se dan cuenta de que, al hacerlo, contribuirán a vaciar aún más radicalmente no solo el sentido de la vida, reducido al principio de la “calidad de vida”, sino también el de la muerte, reduciéndola a un cese de una vida biológica que ya no es “de calidad”?

En un mundo que no sabe hacer otra cosa que dar muerte a todos los niveles, los obispos italianos están incumpliendo su deber preciso de condenar el mal, en todas sus formas astutas y rastreras, de contrarrestar con firmeza a los poderes fuertes con la única palabra que disipa las tinieblas y ofrece la salvación: “No te es lícito” (Mc 6, 18). Jugar con una ley que, al promover la despenalización, favorecerá los actos de muerte y el fortalecimiento de esa cultura tanatofórica que se alimentará de estos actos y de esta ley, es la traición a la misión de un pastor auténtico. Y también es traición de un pastor callar la repercusión eterna de nuestras decisiones en esta vida: quien mata y contribuye a matar, pierde la vida de la gracia y se prepara un destino eterno de oscuridad y tormentos. Sin ninguna despenalización.