San Marcos por Ermes Dovico
NOTAS PARA LOS CARDENALES / 2

Volver al verdadero significado de la misericordia de Dios

Dios siempre quiere perdonar, pero el hombre a veces se resiste y lo rechaza. Por eso no existe un supuesto deber de absolver siempre. Así tendrá que corregir el próximo Papa ciertas ambigüedades y errores.

Ecclesia 25_04_2025 Italiano

Con vistas al próximo Cónclave, publicamos una serie de artículos de fondo inspirados en el documento firmado por Demos II (redactado por un cardenal anónimo) que establecía las prioridades del próximo cónclave para reparar la confusión y la crisis creadas por el pontificado de Francisco.

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La misericordia de Dios es el aliento del alma; sin ella nadie se salva ni puede esperar la salvación. “Misericordias Domini in æternum cantabo” (Sal 88, 2): la vida eterna será un himno perpetuo a la misericordia de Dios, que no nos ha dejado esclavos del pecado, sino que nos ha perdonado y renovado con la Sangre del Hijo de Dios derramada y nos ha fortalecido con el Cuerpo del Señor ofrecido.

Como enseñaba san Juan Pablo II, el misterio de la Redención es el misterio de la justicia que nace de la misericordia y conduce a ella: “En la pasión y muerte de Cristo —en el hecho de que el Padre no perdonó a su Hijo, sino que ‘lo entregó por nosotros’— se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz por los pecados de la humanidad. Esto es incluso un ‘exceso’ de justicia, porque el sacrificio del Hombre-Dios ‘compensa’ los pecados del hombre. Sin embargo, esta justicia, que es propiamente justicia ‘a medida’ de Dios, nace por completo del amor: del amor del Padre y del Hijo, y fructifica toda en el amor” (Dives in misericordia, 7). La falsa oposición entre misericordia y justicia se disuelve en esa justicia divina que “nace del amor y se realiza en el amor” y devuelve al hombre a esa “plenitud de vida y santidad que proviene de Dios” (Ibidem) y cauteriza “la raíz misma del mal en la historia del hombre” (Ibidem, 8).

Encontramos así tanto una relación mutua entre misericordia y justicia, como una oposición total entre la misericordia y el mal, de modo que la obra de la misericordia divina no consiste en excusar las culpas del hombre, sino en regenerarlo a la vida de la gracia. Toda la vida y la acción de la Iglesia es anuncio y realización de esta misericordiosa justicia divina o, si se prefiere, de justa misericordia. La pasión y muerte de Cristo anuncian la voluntad salvífica universal de Dios (cf. 1Tm 2, 4): nadie, por grande que sea su pecado, está excluido de la oferta de este perdón y de esta regeneración. Se comprende, pues, que la misericordia no destruye la justicia, sino que la restaura y perfecciona; del mismo modo que no se limita a declarar justo al pecador que la acoge, sino que lo hace verdaderamente justo.

En la enseñanza constante de la Iglesia siempre ha quedado claro que esta extraordinaria verdad se ofrece al hombre, según su propia naturaleza, es decir, en pleno respeto de su libertad. Y la razón de ello es muy sencilla: la salvación del hombre no es otra cosa que “el amor de Dios [...] derramado en nuestros corazones” (Rm 5, 5), que nos hace capaces de amar de nuevo. Y no es posible amar sin libertad. El hombre no tiene otro fin que amar a Dios con todo sí mismo, y la salvación está precisamente en esta capacidad recuperada de amar, bajo la influencia de la gracia divina y la armonía de las virtudes teologales y cardinales y de los dones del Espíritu Santo. La gracia que mueve, sostiene, purifica y levanta es siempre gracia que se le ofrece al hombre, que está llamado a corresponder a estas mociones interiores con su adhesión: como es sabido, la gracia no quita la naturaleza, sino que la purifica y perfecciona.

En este pontificado hemos asistido repetidamente a manifestaciones verbales y expresiones escritas a veces ambiguas y a veces decididamente erróneas, que han creado confusión entre los fieles, llevándoles a pensar que la salvación es obra unilateral de Dios y provocando un peligroso acercamiento a la comprensión luterana de la salvación en la doble afirmación del sola fide y sola gratia. Se hace más necesario que nunca reafirmar el principio brillantemente sintetizado por san Agustín: “Sin tu voluntad, no habrá justicia de Dios en ti. Sin duda, la voluntad es solo tuya, la justicia solo es de Dios. Sin tu voluntad, la justicia de Dios puede existir, pero no puede existir en ti si tú te opones [...]. Por eso, quien te formó sin ti, no te hará justo sin ti” (Discursos, 169, 11. 13).

Dios quiere perdonar siempre, pero su perdón no siempre llega a los hombres, debido a su resistencia al arrepentimiento. La gracia suscita el arrepentimiento, pero al mismo tiempo el arrepentimiento es un acto del hombre que rechaza el pecado, reconociendo su culpa y recurriendo a la misericordia de Dios. Lleva consigo inseparablemente la voluntad de no pecar más; sin esta voluntad, el pecado sigue “agarrado” al corazón del hombre. Por lo tanto, es un contrasentido pensar que el perdón divino pueda entrar “a la fuerza” en el corazón de un hombre que lo mantiene cerrado a la misericordia por su apego al pecado; sería como decir que la misericordia divina obliga al hombre al acto libre del amor.

Por esta razón, han suscitado especial preocupación las ambigüedades relativas al supuesto deber del confesor de absolver siempre, así como la posibilidad de admitir a la Eucaristía a personas que continúan viviendo more uxorio, según la interpretación que la exhortación post-sinodal Amoris Lætitia ha dado la Carta de los Obispos de la región de Buenos Aires del 5 de septiembre de 2016, interpretación que el Papa Francisco ha apoyado en la carta del mismo día dirigida a monseñor Sergio Alfredo Fenoy.

Se trata de posiciones que se basan en el supuesto erróneo del perdón como acto unilateral de Dios, independientemente de la respuesta del hombre, y que revelan, al mismo tiempo, una concepción de la Iglesia inconsistente y llena de lagunas. Se ha apelado a la reducción de la responsabilidad de las personas, a la posible falta de plena advertencia y consentimiento deliberado, que disminuirían o incluso eliminarían la responsabilidad de la persona en un acto pecaminoso. De esta disminución de la responsabilidad se derivaría la posibilidad, en ciertos casos, de absolver y, en consecuencia, admitir a la Comunión eucarística a personas que siguen viviendo en una situación objetiva de pecado.

Seguir este camino significa cambiar por completo el sentido de la realidad de la Iglesia y de la absolución sacramental. En primer lugar, porque la Iglesia se pronuncia sobre lo que es manifiesto, en cuanto contradice la ley de Dios y la disciplina de la Iglesia. Y esto porque el cristiano pertenece a la Iglesia visible, con la que está llamado a reconciliarse. De hecho, la confesión sacramental no es en primer lugar el “lugar” en el que se juega la relación entre la conciencia personal y Dios, sino que es el foro en el que el penitente se acerca a Dios a través de la Iglesia y como miembro de la Iglesia. El foro sacramental no coincide con el foro de la conciencia; y por esta razón la Iglesia deja este último al juicio infalible de Dios —foro en el que también entra la cuestión del grado de conciencia del hombre al realizar un acto moralmente reprobable—, mientras que se reserva a sí misma el juicio sobre lo que es manifiesto.

Por lo tanto, si el penitente no manifiesta la voluntad sincera de apartarse de una conducta pecaminosa, el confesor tiene el deber de diferir la absolución sacramental, sin que ello implique un juicio sobre el grado de conciencia de la persona. Del mismo modo, la Iglesia tiene el deber de negar los sacramentos a quienes viven en situación de pecado público manifiesto, precisamente porque pone de manifiesto una incompatibilidad objetiva entre la conducta pública de la persona y los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Salir de esta lógica significa necesariamente dejar de comprender la realidad de la Iglesia como sociedad visible, cayendo, entre otras cosas, en la presunción de creer que se puede conocer la situación interior del penitente, “midiendo” su conciencia.

Por lo tanto, es urgente y necesario reafirmar estos principios fundamentales y volver a la medida del santo Evangelio, que anuncia la misericordia de Dios junto con la necesidad de la conversión y la penitencia: “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).



NOTAS PARA LOS CARDENALES / 1

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