EL ANÁLISIS

¿Acuerdo sobre Ucrania? Sí, pero cuando prevalezca el sentido del realismo

Para poner fin a la guerra, Kiev no tiene otra alternativa que ceder territorios; pero, por lo que se desprende de las negociaciones en curso, Ucrania obtendría garantías en materia de seguridad y la adhesión a la UE. El enfoque de Trump es un acuerdo global con Rusia, del que Ucrania es solo una pieza.

Internacional 25_11_2025 Italiano

Aún no sabemos si alguno de los tres planes de paz elaborados en los últimos días tendrá éxito para Ucrania. Lo que es seguro es que, a pesar de las declaraciones de principios, Kiev perderá parte de su territorio con cualquier acuerdo. Y eso es lo que hace decir que una paz así no será “justa”. Ya hemos explicado que la “justicia” referida a la paz no puede entenderse como un retorno al estado anterior a la guerra, entre otras cosas porque la “justicia” es una categoría moral que no puede reducirse a soluciones técnico-jurídicas. Y que hay que centrarse sobre todo en la paz “posible”.

Pero incluso desde un punto de vista técnico-jurídico, en la situación actual no es realista pensar en una reconquista por parte de Ucrania de todos los territorios perdidos en estos casi cuatro años, a menos que se involucre directamente a los países de la OTAN en la guerra contra Rusia, es decir, lanzarse a una guerra mundial. O apostar por un colapso repentino de Rusia, como ocurrió hace 35 años con la Unión Soviética, algo de lo que, sin embargo, no se ven indicios, a pesar de que desde hace tres años la propaganda occidental —desde el efecto de las sanciones hasta las graves enfermedades de Putin— describe constantemente a Rusia al borde del desastre.

Hay que admitir también que la ayuda militar prestada por la Unión Europea y los Estados Unidos a Ucrania en estos años no podía tener como objetivo cambiar el rumbo de la guerra (para eso habría hecho falta mucho más), sino, en el mejor de los casos, desgastar a Rusia, dificultarle la vida y disuadirla de otras aventuras militares. Todo ello a costa de los ucranianos, que han pagado con la sangre de decenas y decenas de miles, si no cientos de miles, de militares y civiles, y con enormes destrucciones y millones de refugiados. Y a costa nuestra, los europeos, que pagamos el precio económico más alto del conflicto, entre inversiones en armas y aumento de los costes energéticos.

Ahora, gracias también al cambio de presidencia en Estados Unidos, se busca una solución negociada que, como era de esperar, en lo que respecta a los territorios no podrá ser muy diferente de lo que Moscú pretendía desde el principio.

¿Una rendición, pues, a la ley del más fuerte? En parte sí, y no hay que alegrarse por ello: sean cuales sean los motivos de la disputa, la agresión y la invasión de otro país nunca pueden justificarse. Pero también hay que reconocer que las guerras no estallan de repente por culpa de un loco, sino que son el resultado de situaciones, tensiones y provocaciones que no se han querido o no se han podido desactivar. Y Ucrania no es una excepción.

A quienes se rasgan las vestiduras como si éste resultado fuera la primera violación de la historia del derecho internacional, hay que recordarles que el mundo está lleno de situaciones de este tipo: por un lado, las fronteras actuales de prácticamente todos los países son la estratificación de territorios perdidos y conquistados en muchas guerras. Por otro lado, hay casos, incluso recientes, de situaciones “injustas” que la comunidad internacional tolera porque una intervención armada provocaría problemas mucho peores o, en cualquier caso, no redunda en interés de los países que cuentan.

Pensemos, por ejemplo, en Chipre del Norte, invadida por los turcos en 1974, entidad proclamada en 1983 y aún hoy reconocida solo por Turquía, que además es miembro de la OTAN. O en el Tíbet, anexionado en 1950 por la República Popular China, que sigue teniendo un gobierno en el exilio en la India. Pensemos también en situaciones como la de las dos Coreas, con una frontera congelada en el paralelo 38 desde 1953, tras tres años de una guerra que hizo temer un conflicto nuclear. Y los ejemplos podrían continuar.

Visto lo que se está perfilando, hay que reconocer que un posible acuerdo no supondría propiamente una rendición incondicional de Ucrania: es cierto que se perderían territorios (alrededor del 20% del territorio controlado hasta 2022) y se prohibiría la entrada en la OTAN, pero se prevén garantías de seguridad e incluso la entrada en la Unión Europea, algo que no debe subestimarse: a pesar de mantener el diálogo y la asociación, Bruselas siempre ha tenido que rechazar la entrada de Kiev en la UE hasta 2020 porque los estándares del país —en términos de economía, lucha contra la corrupción, estabilidad política e instituciones democráticas— estaban muy lejos de los exigidos. Y hoy la situación ha empeorado aún más.

También es interesante señalar que el enfoque del presidente estadounidense Donald Trump es considerar la pacificación en Ucrania como parte de una perspectiva más amplia de las relaciones con Rusia, que prevé, por ejemplo, un acuerdo en la investigación sobre inteligencia artificial y el comercio de metales raros, y que pondría fin al aislamiento internacional de Moscú, con lo que se rediseñarían también las respectivas esferas de influencia. Sin duda, se pueden criticar algunos puntos concretos del acuerdo, pero el enfoque básico es un buen ejemplo de cómo se debe buscar la conciliación de intereses para evitar guerras o resolver conflictos. Es una lección que también le vendría bien aprender a la Unión Europea.

Pero, sobre todo, estos intentos de llegar finalmente a una solución negociada demuestran que está empezando a abrirse camino un sentido del realismo, que se fija como objetivo principal poner fin a la guerra y a un ulterior derramamiento de sangre.