Trump: la arriesgada apuesta por una paz mundial hecha pedazos
La larga conversación telefónica del presidente estadounidense con Putin con la voluntad de impulsar el fin del conflicto en Ucrania forma parte de un ambicioso proyecto destinado a redefinir las relaciones internacionales en todos los frentes: Europa, Mediterráneo, Oriente Medio, Asia Central y Meridional. Convencido de que, para Estados Unidos, el verdadero enfrentamiento es con China, como también demuestra la reciente misión en Oriente Medio.

La larga llamada telefónica de Donald Trump a Vladimir Putin el 19 de mayo aún no representa el giro decisivo hacia la paz en el conflicto ruso-ucraniano. Pero sin duda es un paso más hacia la “puesta en marcha” de una negociación, y es una enérgica reafirmación de la voluntad de Trump de seguir siendo el líder y garante indiscutible del proceso, tras el nuevo comienzo -muy incierto y frágil- de los contactos entre las delegaciones de Moscú y Kiev en Estambul la semana pasada.
El tono de Putin es mucho más cauteloso y lleno de matices, y sigue dejando entrever una voluntad dilatoria, relacionada con la aspiración de ganar más terreno en el territorio. Además, sigue siendo fuerte la sospecha de que detrás de la intransigencia de Putin se esconden, una vez más, las presiones de China, interesada en que el conflicto se prolongue indefinidamente para utilizarlo, junto con otros contextos de crisis, para desestabilizar Occidente y reforzar la subordinación de Rusia.
Pero, por otra parte, Putin no quiere verse arrastrado por la órbita de poder de Xi y, por el contrario, tiene todo el interés en aceptar la mano que le ha tendido Trump y en reforzar las relaciones con Estados Unidos y Europa para poder salir así de la condición de “apestado” en la que le ha sumido la invasión de Ucrania frente a Occidente. Además, adquiriría la posibilidad de jugar en varios frentes en su política exterior tal y como está haciendo con éxito la Turquía de Erdogan, vecina y competidora incómoda de Moscú, en diversos escenarios del tablero internacional. Y, aspecto nada desdeñable, obteniendo oxígeno para una economía que, a pesar de haber resistido en conjunto a los repetidos paquetes de sanciones occidentales, marca inevitablemente el paso.
Desde este punto de vista, en la publicación en la que ha dado su versión de la conversación telefónica, Trump ha hecho varias referencias a la voluntad rusa de emprender una colaboración comercial “a gran escala” con Estados Unidos una vez que la guerra haya terminado definitivamente, referencias que son un indicio relevante de que está tratando de poner sobre la mesa de un futuro acuerdo de paz también la promesa de reintegrar plenamente a Rusia en dentro de un sistema de intercambios e inversiones. Algo que le permitiría también atenuar, gracias a la constitución de una amplia zona de colaboración económica, sus temores de que la Ucrania posbélica, aunque reducida en territorio y no adherida a la OTAN, siga siendo una especie de “cabeza de turco” occidental apuntando contra ella.
Pero para comprender plenamente el peso de la obstinada voluntad pacificadora de Trump en el conflicto que ensangrienta Europa del Este desde 2022, es necesario considerar su actuación en un escenario más amplio: como parte, es decir, de su ambicioso proyecto de redefinición de la política exterior estadounidense y, más en general, de las relaciones internacionales en todo el escenario entre Europa, el Mediterráneo, Oriente Medio y Asia Central y Meridional.
Convencido de que el enfrentamiento fundamental para los intereses estadounidenses se libra con China y en el territorio Indo-Pacífico tanto desde el punto de vista económico como político y militar, desde que Trump asumió el cargo está tratando de construir, en esencia, una gran negociación diplomática que aglutine contextos de crisis diferentes pero profundamente interrelacionados. Y el nudo decisivo de este juego de encajes para él no es el frente ruso-ucraniano, sino el de Oriente Medio, respecto al cual apunta a una solución estructural que pase ante todo por la reanudación, la culminación y la ampliación de los “Acuerdos de Abraham” entre Israel y los países árabes suníes.
El interés particular por este frente se ha podido constatar en su reciente viaje a la península arábiga, desde Arabia Saudí hasta Qatar y los Emiratos. Es cierto que ese viaje se ha centrado principalmente en acuerdos económicos (de gran importancia por otra parte para la economía estadounidense, en busca de inversiones), pero también ha tenido un significado político no menos importante. La inesperada apertura de crédito a la Siria de Al Jolani, el acercamiento a los qataríes, la consolidación de un eje estratégico ya crucial con el príncipe heredero saudí Mohammed Bin Salman, la alternancia de ofertas de diálogo y amenazas hacia Irán: todo ello contribuye a definir las piezas del gran mosaico que el presidente estadounidense está tratando de armar, a pesar de los numerosos riesgos e incertidumbres, y en el que también están incluidas las relaciones con Rusia y con los aliados europeos.
En resumen, Trump querría resolver de una vez por todas el conflicto árabe-israelí mediante el reconocimiento mutuo entre Jerusalén y Riad, un “protectorado” saudí sobre Gaza y la “gran ruta del algodón” desde el océano Índico hasta el Mediterráneo como corredor económico y político alternativo a China e Irán, con el apoyo de la India (que se ha convertido en el socio asiático decisivo para Washington). Un objetivo que necesariamente debe pasar por un compromiso con Turquía (de ahí la mano tendida a Al Jolani, longa manus de Ankara en Siria), pero que no dé al “sultán” Erdogan demasiado espacio de expansión en la zona “neo-otomana” del Mediterráneo oriental, y que frente a sus pretensiones pueda salvaguardar tanto la seguridad de Israel (probablemente con una zona tampón en la parte de Siria habitada por los drusos, aliados históricos de Jerusalén), como el papel regional de potencia de Rusia: con el mantenimiento de sus bases marítimas en territorio sirio, y quizás también con un aumento de su influencia en Libia y, en general, en el norte de África (la ofensiva lanzada estos días por el general Haftar, apoyado por Moscú, contra el Gobierno de Abdulhamd Dbeibeh podría interpretarse en clave de este reajuste de poder e influencias).
Pero, en el frente europeo, ese objetivo implica también que Trump necesita desactivar los intentos de algunos líderes europeos (los “entusiastas” Starmer, Macron, Merz) de seguir avivando el conflicto entre Moscú y Kiev por motivos de política interna y por ambiciones hegemónicas continentales, pasando por encima de ellos sistemáticamente y tratando de mantener firme el principio de que la solución a la guerra solo puede venir de un acuerdo entre Washington y Moscú. Esta parte de la estrategia trumpiana pasa evidentemente por la elección de Giorgia Meloni como interlocutora privilegiada en el viejo continente, lo que ha quedado aún más patente con la reunión entre Vance y Von der Leyen que ella misma ha organizado. Y ahora también, quizás, por una triangulación con el Papa americano León XIV, que el Vaticano ha indicado como posible sede de las conversaciones de paz entre Rusia y Ucrania. Esto no significa que Trump pretenda romper las relaciones con los “dispuestos”: finge no ver su voluntad obstruccionista y belicista porque le interesa utilizarlos en cierta medida como arma de presión contra Putin.
En resumen, la estrategia pacificadora de Trump es una gran y compleja telaraña, en la que cada rayo y cada hilo se sostiene apoyado en los demás. Solo el tiempo nos dirá qué parte de este “gran juego” se desarrollará según las intenciones del inquilino de la Casa Blanca. Pero lo que es seguro es que la política exterior de Trump es de todo menos desordenada, errática, caótica o incluso inspirada únicamente por intereses de bajo perfil, como la tachan de forma reduccionista sus detractores prejuiciosos.