Tres enseñanzas
Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más. (Jn 8,11)
Por su parte, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más». (Jn 8,1-11)
Los que acusan a la mujer le tienden una trampa a Jesús. Para solucionarlo, obliga ante todo a los acusadores a someterse a sí mismos al mismo juicio al cual han sometido a la mujer. Empezando por los más ancianos, evidentemente no solo más sabios, sino también más cargados de pecados, los acusadores desaparecen. La primera enseñanza es, por tanto, esta: el recuerdo de nuestros pecados es el primer paso hacia la humildad y la conversión. La segunda enseñanza atañe a la cuestión de nuestro juicio de criaturas: nosotros, no siendo Dios, podemos juzgar los comportamientos, pero no a las personas. La tercera enseñanza es que mientras estemos con vida nunca es demasiado tarde para aceptar la misericordia de Dios y no pecar más.