Somalia: El fracaso de una nación después de treinta años de guerra
Se suponía que la deposición del dictador Siad Barre en enero de 1991 iba a abrir una nueva era de libertad y desarrollo: en lugar de ello, estalló una guerra entre clanes que aún perdura y que ha fomentado el crecimiento del terrorismo islamista de Al Shabaab. Y todo ello sin contar los miles de millones de dólares de ayuda internacional que han acabado en los bolsillos de los “señores de la guerra”.
Hace treinta años, el 26 de enero de 1991, en Somalia terminó la dictadura de Siad Barre, un régimen que había durado 22 años, y comenzó una furiosa guerra entre clanes que aún no ha acabado. Casi todo el mundo en aquellos primeros días se había alegrado por el comienzo de una nueva era, convencido de que por fin, al derrocar al tirano, los somalíes harían realidad los ideales de libertad y justicia que habían inspirado las revueltas anticoloniales en toda África, aprovecharían sus recursos humanos y naturales, dejarían atrás el subdesarrollo y la dependencia de las potencias extranjeras y la ayuda internacional. Los pocos que comprendieron la realidad fueron silenciados tachados de “profetas de desventuras”: son aquellos que sostenían que los clanes, mantenidos bajo control durante décadas por Barre y posteriormente unidos en una efímera coalición contra él, comenzarían a luchar por el poder, completamente incapaces de compartirlo y ni siquiera, al menos, de dividirlo.
Los líderes de los clanes somalíes son uno de los peores ejemplos de liderazgo africano: irresponsables, insensatos y codiciosos, sin freno. Han permitido que la población sea diezmada por una hambruna sin precedentes mientras sus milicias luchaban con saña contra los civiles para conquistar y defender un metro de territorio tras otro; sin escrúpulos hasta el punto de que los convoyes humanitarios organizados por la comunidad internacional tenían que pagar derechos para entrar en los territorios controlados por los distintos clanes: detenidos, amenazados y obligados a pagar más dinero cuanto más grave era la emergencia, la urgencia de llegar y de salvar vidas.
Se les llamaba “señores de la guerra” y ciertamente vivían como señores, a expensas de la comunidad internacional, huéspedes de los mejores hoteles de la capital de la vecina Kenia, Nairobi, donde la diplomacia internacional consiguió que se reunieran en torno a interminables mesas de negociación en 2004. Dichos encuentros desembocaron en la formación de un gobierno y un parlamento en el exterior, con puestos y cargos asignados estrictamente según el peso de los cuatro clanes principales. Pero esto no fue suficiente para que los contendientes depusieran las armas, ni siquiera cuando al año siguiente las instituciones políticas fueron trasladadas a regañadientes a la capital somalí, Mogadiscio. Por el contrario, casi de inmediato nació una coalición antigubernamental que, a su vez, se fragmentó en otras unidades: la Unión de Tribunales Islámicos, vinculada al terrorismo islámico internacional y lo suficientemente fuerte como para tomar Mogadiscio y otras ciudades importantes, de la que en 2006 surgió Al Shabaab, el poderoso grupo yihadista vinculado a Al Qaeda, que aún controla vastos territorios y realiza atentados en el corazón de la capital.
Los líderes somalíes prometieron una transición democrática que habría seguido una hoja de ruta detallada –redactar una constitución, hacer un censo de la población y luego acudir a las urnas para elegir al parlamento y al jefe de Estado- y a cambio obtuvieron una financiación astronómica y una protección militar constante. El único paso real dado, sin embargo, fue la carta constitucional aprobada en 2012 por la Asamblea Constituyente –un acontecimiento aclamado por la ONU como “un logro histórico”-, que en realidad fue redactada apresuradamente sobre la base de una plantilla proporcionada por la ONU y que para ser definitiva necesita un referéndum popular que nadie sabe cuándo se convocará. El territorio nacional está lejos de la paz y la seguridad y tampoco existe un registro de las personas habilitadas para votar (es impensable intentar un censo de la población), por lo que las elecciones parlamentarias y presidenciales que, tras muchos aplazamientos, deberían haber tenido lugar en 2020 y 2021 respectivamente, están actualmente aplazadas sine die. El Parlamento y el presidente siguen siendo elegidos por los líderes de los clanes y subclanes.
La financiación ha llegado igualmente a pesar de la fallida transición democrática, de los continuos escándalos de corrupción y de las denuncias de desaparición de fondos de cooperación internacional. Un informe elaborado en julio de 2012 por el Grupo de Seguimiento sobre Somalia por encargo de la ONU reveló que “de cada diez dólares que la comunidad internacional entrega al gobierno somalí para la reconstrucción y el apoyo a la población, siete nunca llegan a las arcas del Estado”. El informe llegaba a decir que “nada se hace en las instituciones somalíes sin que alguien pronuncie la frase ‘¿Y yo qué gano con esto?’”. Dos meses antes, un informe del Banco Mundial aseguraba que entre 2010 y 2011 se había perdido el 68% de la ayuda internacional proporcionada al gobierno somalí. Aun así, en 2013, una conferencia de países donantes acordó una de las mayores contribuciones jamás realizadas para el “New Deal” somalí: 1.800 millones de euros, de los cuales más de un tercio fue aportado por la UE, y se sumaron a los 1.120 millones de euros ya entregados entre 2008 y 2013.
La seguridad de las instituciones políticas somalíes y el desempeño de las actividades económicas siguen estando garantizados por un ingente despliegue de fuerzas y recursos internacionales. A finales de 2006, Etiopía intervino con un contingente militar, con el apoyo de Estados Unidos. Luego, en 2007, se creó Amisom, una misión de la Unión Africana, compuesta por 22.000 “cascos verdes”, soldados y agentes de policía suministrados por ocho Estados africanos, pero financiados por la UE, que desde entonces garantiza el control de parte de la capital. El peor atentado perpetrado en Mogadiscio por Al Shabaab, uno de los más graves del mundo, fue en octubre de 2017, cuando un coche bomba con cientos de kilos de explosivos detonó en el centro de la ciudad y mató a más de 500 personas. El más reciente, el 2 de enero, fue un atentado suicida en una obra de construcción de una carretera turca en el Bajo Juba, en el que murieron cuatro personas y más de diez resultaron heridas. La retirada de 700 soldados estadounidenses a mediados de enero hace temer una intensificación de las actividades yihadistas. A su vez, el aplazamiento de las elecciones está creando tensiones que podrían degenerar, comprometiendo el delicado y frágil equilibrio político del país.